miércoles, 22 de julio de 2020

Una vez vi un platillo volador.


Una vez vi un platillo volador.

Lo vi de cerca, con todos sus detalles.

Se lo conté a unos amigos que en ese entonces eran cercanos.

Ellos me escucharon y al parecer me creyeron.

Mientras hablábamos, les di descripciones precisas de aquello que vi.

Aunque al hacerlo, me di cuenta que no había nada más, además de las descripciones.

Me refiero a que contar sobre aquello era casi como relatar un sueño.

Una experiencia separada de nuestra realidad y que, tras vivirla, no terminaba aportando nada claro.

En lo personal, por lo mismo, no me sirvió de mucho.

Y es que el día siguiente, por ejemplo, había que vivirlo igual que si no hubiese visto nada.

El día siguiente y los que le siguieron, por supuesto.

Así, la situación fue quedando como una anécdota, más bien.

Una que incluso dejé de contar pues comenzó a parecerme ridícula.

Luces, signos, ruidos asociados… sumando y restando no parecían trascendentes.

Yo mismo, de hecho, con el tiempo, comencé a poner en duda la experiencia.

Tal vez me engañé un poco, llegué a decirme.

Supongo que así pasa con muchas cosas, en todo caso.

Con el primer amor, las creencias religiosas y los ideales que tuvimos en algún momento, por ejemplo.

El platillo volador, después de todo, solo vino una vez, y no supe extraer significados claros.

Luego te haces viejo y no vuelves a verlo.

Ni él ni yo, en definitiva, formamos parte del mundo.

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