jueves, 3 de enero de 2019

Wingarden y las 500 millas de Indianápolis.


Wingarden cuenta que uno de sus sueños, cuando niño, era ver en vivo la carrera de las 500 millas de Indianápolis.

Su abuelo, que había trabajado durante más de veinte años para la AAA (asociación automovilística americana), le había hablado siempre sobre la importancia de esa carrera y de hecho fue él quien terminó llevándolo, cuando el escritor cumplió los doce años.

Gracias a sus contactos (la AAA se había hecho cargo de la fiscalización de la carrera durante varias décadas), el abuelo consiguió entradas especiales para que viesen los entrenamientos, una semana antes de la fecha oficial, desde el centro del óvalo.

Ya en el lugar, escuchando los motores y maravillado por el entorno, Wingarden cuenta que sufrió una de las mayores decepciones de su vida.

Y es que si bien era una creencia bastante absurda, Wingarden había supuesto que la pista de Indianápolis medía 500 millas, y no que cada piloto debía dar 200 vueltas al óvalo para completar la distancia.

Siempre había creído que una carrera suponía un principio, un medio y un fin –comentará Wingarden, en sus memorias-, y fue toda una decepción encontrarme con que el fin, el medio y el principio, podían ser lo mismo, a fin de cuentas.

De la experiencia queda una foto en blanco y negro que muestra a Wingarden y su abuelo, en una orilla de la pista.

Y claro, la sensación se fue renovando una y otra vez y es posible rastrearla hasta la última de sus cartas, donde comenta que le gusta observar el cielo e imaginar que va por una pista de carreras donde poco importa la velocidad y el lugar que se ocupa.

Me gustaría morir así -señala Wingarden en esa última carta-, mirando aquella pista.

Pero de cierta forma sé que no se puede morir, de esa forma.

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