lunes, 18 de marzo de 2024

Cruzar el río.


Para jugar verdaderamente había que cruzar el río. Alejarse un poco de la casa y acceder a esa zona que, si bien no estaba prohibida, les hacía sentir un poco más libres. O más lejos del control.

Esto, sin embargo, no dice relación con alejarse del control de los adultos o liberarse de sus normas o restricciones, sino más bien con alejarse de quienes eran ellos mismos en el lado original del río. De su propio control, digamos. Salir de sus propios bordes. Y hasta cambiar sus nombres por otros, una vez llegasen al otro lado.

Por ejemplo, estaba el caso de Miguel, quien luego de cruzar solo el río (en su zona no había otros muchachos de su edad), pasaba al otro lado transformado en dos o hasta tres personas distintas, todas ellas con ansias de jugar a lo que fuese que allí se les propusiera, pues ya en ese lado, ciertamente, no había opción de negarse.

Sobre la naturaleza de los juegos, por cierto, aclaro que no haré referencia, pues es parte esencial del compromiso que he adquirido con todos aquellos que me han contado su experiencia al otro lado.

Con todo, lo que realmente me intriga de todo aquello es la razón que los llevaba a regresar al otro lado del río. Al sector de inicio, digamos. O al menos, al sector desde donde ahora leen estas pocas palabras.

Yo, por supuesto, situado en el río mismo (lo suficientemente bajo y tranquilo como para no correr peligro alguno), se los pregunto una y otra vez cada vez que pasan, pero ellos solo sonríen o contestan con enigmas y evasivas, que no alcanzo a descifrar.

-Regresamos para volver a ir -me han dicho algunos, por ejemplo.

-Cruzamos el río para no tener que olvidar -han dicho otros.

Así y todo, no quiero interpretar mal esas palabras y llenarlas de mi propio significado.

Van y vienen del río, me limito a decir entonces.

Van y vienen, para poder regresar.

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