Hago la cama antes de acostarme.
O la hago y la deshago, más bien.
Es algo tonto, tal vez, pero se ha vuelto
costumbre.
Está deshecha todo el día, es cierto, pero antes de
acostarme me preocupo de ordenarla a la perfección.
Estiro las sabanas.
Arreglo las almohadas.
Estiro y ajusto frazadas (si es que hay).
Y me preocupo que el cubrecama quede bien puesto.
Incluso, suelo colocar unos cojines, aunque debo
retirarlos casi de inmediato, para poder acostarme.
Es decir, no la preparo para dormir, sino
que cubro incluso las almohadas con el cubrecama y coloco los cojines, como si
no tuviese intención alguna de meterme próximamente en ella.
Una vez que está hecha, por cierto, la observo un
par de segundos.
De cierta forma es como sacarle una fotografía y
corroborar que está correctamente dispuesta, nada más.
Luego la abro, saco los cojines y me meto dentro.
Reacomodo las almohadas para leer un rato y a veces
llevo el notebook, para escribir un poco.
De hecho, escribiendo ahora, es cuando me doy
cuenta que (tal vez) parte del ritual es innecesario.
La parte de cubrir las almohadas, más que nada, y la
de poner los cojines que retiro casi de inmediato…
Hoy, por cierto, he leído Lady Macbeth, de Leskov,
una novela gráfica belga y ahora estoy frente al computador, tecleando estas
palabras.
Solo me falta ponerle el título, para poder
terminarlo e intentar dormir un poco.
Después de unos minutos ya me he decidido:
Un ritual innecesario.
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