lunes, 2 de noviembre de 2020

Reunión.



Podemos hablar de lo que sea, pero no lo hacemos. De cierta forma elegimos no hacerlo. Yo tengo claras mis razones, aunque las sé absurdas. Ella y los demás, supongo, también han de tener las suyas. Y claro, hablamos entonces de las mismas cosas. Una y otra vez hablamos de las mismas cosas. Hacemos actas. Reuniones. Compartimos espacios de trabajo. A veces pienso que solo yo considero absurdo todo eso. Repetitivo, me refiero. O limitado, más bien. Me ocurre así todo el tiempo. Hacerme consciente de las cosas, de los movimientos, de los mecanismos y engranajes que posibilitan las acciones. Suena complejo, pero no es un gran ejercicio. Es involuntario, de hecho, y no ofrece muchas ventajas. A modo de ejemplo -fuera del ámbito de estas reuniones, por supuesto-, puedo señalar el hacerme consciente de los movimientos que implican remar, cuando estoy remando… y claro, visto el engranaje viene la descoordinación… el error involuntario. Como el niño que desmonta el reloj para ver el funcionamiento y entonces el reloj se detiene y todo es, de cierta forma, irreparable. Sin quererlo, por supuesto, pero irreparable. Y es entonces cuando regreso a la reunión (de la que nunca me he ido) y me doy cuenta que podemos hablar de cualquier cosa, pero no lo hacemos. Que elegimos, incluso, no hacerlo. Y mientras descubro eso desmonto la reunión y observo los engranajes y poco a poco el reloj se desarma. No había espíritu en el reloj, solo engranajes. Ahora debo firmar el acta. Eso que escribo, por cierto, no es mi nombre.

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