martes, 24 de noviembre de 2020

Volcado.


I. 

Vas en el auto. 

Te vuelcas. 

Antes de eso hay algo, por supuesto. 

No inmediatamente antes, no hablo de eso. 

Siempre hay algo antes, de lo que nos sucede. 

Algo que queda al revés, si nos volcamos. 

Y es entonces, cuando observas desde el auto. 

Y ves el mundo volteado, en un instante. 

Y justo antes de salir 
(porque sales por ti mismo, a fin de cuentas), 
te inquietas por poner al mundo en orden, 
por más que ese orden 
no te convenciera en lo absoluto. 


II. 

Tal vez debiste quedarte ahí, volcado. 

Tal vez esa era la verdadera forma del mundo. 

La manera de limpiarlo, de sacudirlo… 

De arrojar todo aquello que nunca tuvo un valor verdadero. 

Pero no lo hiciste. 

Saliste por ti mismo. 

Te resignaste, de cierta forma. 

Tuviste miedo que aquello que nunca tuvo valor saliera de ti mismo. 

Y te vaciaras. 


III. 

Dicen que estás ileso. 

Siempre dicen que estás ileso. 

Mientras lo hacen, 

vuelven a poner al auto en su sitio. 

Lo reparan. 

Entonces, culpas a otro del volcado. 

Tú no das vueltas. 

Tú estás firme, como una mentira. 

Siempre has negado, después de todo, 
lo que parece inconveniente. 

Lo que te hace parecer otro. 

Lo que te expone ante el resto. 

Lo que deja al descubierto, en resumen, 
las frágiles bases 
de tu propia historia. 


IV. 

Extrañas volcarte. 

No lo reconoces, pero extrañas volcarte. 

Como si al hacerlo se abriese un portal 
por el que regresar a ti mismo. 

Al mundo verdadero. 

A la honestidad que necesitas, más que el resto. 

Y es que te equivocas con la fuerza. 

Con admirar la fuerza, me refiero. 

Piénsalo así: 

Ni el hombre más fuerte es capaz de levantarse a sí mismo. 

Mejor respira hondo. 

Tranquilízate. 

Quédate en ti.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales