miércoles, 21 de diciembre de 2011

El eco tampoco existe por sí solo.

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“Todo mi pasado
eran sensaciones
que eran ecos”
J. E.
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A pesar de lo que se piense el fenómeno del eco siempre resulta tranquilizador. Esto, debido a que siempre existe una realidad previa que lo causa.

En este sentido, si bien su descubrimiento está asociado generalmente a la sensación de asombro, aquel que lo escucha logra establecer prontamente una relación, y puede darse cuenta del vínculo que existe entre el eco y el hecho concreto reconocible, igual que cuando se descubren, en un camino, las propias huellas.

Sin embargo, junto a esta tranquilidad, existe también cierta decepción; una sensación que pocos confiesan y que se origina a partir de la pérdida de esa incertidumbre que causa en nosotros la primera impresión del eco.

Y es que cuesta aceptar que el eco no existe por sí solo. Podríamos decir.

Con todo, esta realidad primaria y aparentemente más concreta puede también ponerse en duda, de la misma forma como dejamos de creer en el eco, como un fenómeno esencial, e independiente.

Así, intuyo, es como se origina el cuestionamiento de nuestras propias acciones, y también, como dejamos de creer en aquello que algún día sirvió de soporte para esas mismas acciones, que nombrábamos, supuestamente, como propias.

Al respecto, recuerdo una noticia que hablaba sobre unos satélites que seguían girando en torno a un planeta que no había existido nunca. Es decir, fijaban su órbita –desafiando incluso las leyes naturales-, en función de un espacio vacío.

Y es que en definitiva, la cuestión de fondo no es plantearnos si somos el eco o el hecho concreto que lo causa, sino de estar atentos al momento justo en que esas realidades –y esos cuestionamientos, por cierto-, pueden dejarnos al interior de un círculo teórico estéril, y por sobre todo, absurdo.

Hoy mismo, por ejemplo, me tocó presenciar una gran discusión en el hall de un edificio porque el perro de uno de los habitantes, se había comido la estrella de Belén, desde el pesebre de la entrada.

Y claro, cada una de las personas repetía un argumento que tenía su origen en algún lugar sin duda anterior al hecho concreto, pero ante todo –me pareció-, tenían su punto de partida, en una misma necesidad.

Así, mientras la discusión seguía, el perro comenzó a dar vueltas en torno a sí mismo, persiguiéndose la cola.

-¿Y qué tanto anota usted en esa hoja? –me preguntó entonces una señora que no dejaba de discutir en aquel hall.

Y yo, sin expresión alguna, le mostré este texto.

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