No vengo a hablarles de los hombres-estatuas. No tengo tiempo para eso.
Y no es que no me importen estos hombres ni mucho menos, sino que me interesa hablar aquí de un caso más cercano, y además, menos difundido.
Así, dejando de lado a estos hombres que simulan ser estatuas y suelen pedir cierta retribución económica en los espacios públicos, me centraré de lleno en un caso particular que me tocó presenciar el otro día: el caso de la estatua-hombre.
Y es que de la misma forma como existen estos hombres que simulan ser estatuas, me tocó presenciar cómo una estatua fingía ser un hombre, a vista y paciencia de un sinnúmero de transeúntes que parecían ignorar el hecho que ante ellos se desarrollaba.
-¿Y dice usted que esa mujer es una estatua? –me decían los hombres a quienes detenía para mostrarles mi descubrimiento.
-¿Está usted seguro? –insistían.
Y claro, yo que había seguido sus movimientos podía asegurar que sí, pero lo cierto es que ninguno de aquellos a quienes revelé mi descubrimiento se quiso tomar el tiempo para comprobar mi aseveración.
De esta forma, decidí que debía ser yo mismo, quien encarara a la estatua, para comprender el trasfondo de su actitud, que era lo que me interesaba averiguar, a fin de cuentas.
-He descubierto que usted no es una mujer, sino una estatua –le dije de inmediato, para ahorrar desvíos innecesarios.
Pero la estatua se hizo la desentendida. Y no respondió.
-¡Le hablo a usted! –insistí-. No saca nada con negarlo, vengo siguiendo sus movimientos desde hace mucho…
-No sea estúpido –me interrumpió entonces-, ¿cómo voy a ser una estatua, si estoy hablando…?
Y claro, fue entonces que comprendí que mi acusación debía ser más específica, y fue así como llegó a surgir el concepto de estatua-hombre, con que titulaba este escrito.
-¡¿Estatua-hombre?!
-Sí –reafirmé-. Estatua-hombre, o estatua-mujer, da lo mismo... Desconozco sus razones, pero sé lo que es… no puede engañarme.
Entonces, la estatua-hombre se detuvo. Me miró detenidamente y quizá entendió que ya no tenía sentido, porque dijo:
-Está bien, supongamos que sea una estatua-hombre, pero ¿qué diferencia aquello…?
-¿Lo está usted admitiendo? –ataqué.
-¡No tengo nada que admitir! –dijo ella-. Pero si quiere usted andar haciendo diferencias entre los hombre-hombre o los hombres-estatua es cosa suya…
-No he hablado de los hombres.-estatua, sino de las estatuas-hombres –le aclaré-, son cosas muy distintas.
-¡Pues yo le voy a decir algo…! –exclamó ella, algo molesta-. Poco me importa lo que crea usted que yo sea o las diferencias que aparentemente existan entre los subgrupos que nombra… solo me detuve porque me pareció usted extraño y me recordó a un personaje de un cuento que leía de pequeña…
-Las estatuas no fueron nunca pequeñas –la interrumpí.
-Pero yo sí –continuó-, y además me muevo… no sé cómo puede insistir usted con esas estupideces…
-El movimiento externo no cuenta –argumenté-. Muchas cosas no son hombres y se mueven, lo que cuenta es el movimiento interno…
-¿¡El movimiento interno!?
-Sí –recalqué-. Los resortes ocultos al interior de cada uno. He descubierto que usted es una estatua-hombre porque imita esos movimientos, pues sus reacciones vienen claramente de otro sitio…
-¿De qué habla?
-De sus reacciones internas –le aclaré-. Usted podrá imitar el movimiento externo, pero internamente no es más que un péndulo teórico, carente de esa voluntad que tenemos los demás para originar nuestras propias acciones…
-Sus argumentos son estúpidos –dijo entonces ella-. Usted no habla de acciones sino de reacciones…
-¿Y?
-Que mezcla usted todo: hombres-estatua, hombres-hombres, estatuas-hombre… como si pretendiera ver la esencia de las cosas superficialmente… simplemente fijándolas en la conciencia…
Eso decía la estatua cuando de pronto un camión de mudanzas se subió bruscamente a la acera donde ella estaba detenida y la arrolló hasta dejarla totalmente inmóvil.
-¡No se alarmen! –exclamaba yo-. ¡No se trata de un hombre! ¡Es una estatua-hombre! ¡Solo ha vuelto a quedarse quieta…!
Pero claro, nadie me hizo caso.
Fue entonces cuando decidí que era mejor dejar de vivir ese momento y detenerlo en la conciencia. Y concluí que había algo así como un grado superior de comprensión que solo se podía alcanzar desmontando todo aquello…
-Ese tipo estaba hablando con la mujer –escuché que decían algunos, mientras sonaban las sirenas.
Pero yo, inmóvil, había pasado a tomar el lugar de aquella estatua.
Una paloma incluso, se posó en mi cabeza.
Y no es que no me importen estos hombres ni mucho menos, sino que me interesa hablar aquí de un caso más cercano, y además, menos difundido.
Así, dejando de lado a estos hombres que simulan ser estatuas y suelen pedir cierta retribución económica en los espacios públicos, me centraré de lleno en un caso particular que me tocó presenciar el otro día: el caso de la estatua-hombre.
Y es que de la misma forma como existen estos hombres que simulan ser estatuas, me tocó presenciar cómo una estatua fingía ser un hombre, a vista y paciencia de un sinnúmero de transeúntes que parecían ignorar el hecho que ante ellos se desarrollaba.
-¿Y dice usted que esa mujer es una estatua? –me decían los hombres a quienes detenía para mostrarles mi descubrimiento.
-¿Está usted seguro? –insistían.
Y claro, yo que había seguido sus movimientos podía asegurar que sí, pero lo cierto es que ninguno de aquellos a quienes revelé mi descubrimiento se quiso tomar el tiempo para comprobar mi aseveración.
De esta forma, decidí que debía ser yo mismo, quien encarara a la estatua, para comprender el trasfondo de su actitud, que era lo que me interesaba averiguar, a fin de cuentas.
-He descubierto que usted no es una mujer, sino una estatua –le dije de inmediato, para ahorrar desvíos innecesarios.
Pero la estatua se hizo la desentendida. Y no respondió.
-¡Le hablo a usted! –insistí-. No saca nada con negarlo, vengo siguiendo sus movimientos desde hace mucho…
-No sea estúpido –me interrumpió entonces-, ¿cómo voy a ser una estatua, si estoy hablando…?
Y claro, fue entonces que comprendí que mi acusación debía ser más específica, y fue así como llegó a surgir el concepto de estatua-hombre, con que titulaba este escrito.
-¡¿Estatua-hombre?!
-Sí –reafirmé-. Estatua-hombre, o estatua-mujer, da lo mismo... Desconozco sus razones, pero sé lo que es… no puede engañarme.
Entonces, la estatua-hombre se detuvo. Me miró detenidamente y quizá entendió que ya no tenía sentido, porque dijo:
-Está bien, supongamos que sea una estatua-hombre, pero ¿qué diferencia aquello…?
-¿Lo está usted admitiendo? –ataqué.
-¡No tengo nada que admitir! –dijo ella-. Pero si quiere usted andar haciendo diferencias entre los hombre-hombre o los hombres-estatua es cosa suya…
-No he hablado de los hombres.-estatua, sino de las estatuas-hombres –le aclaré-, son cosas muy distintas.
-¡Pues yo le voy a decir algo…! –exclamó ella, algo molesta-. Poco me importa lo que crea usted que yo sea o las diferencias que aparentemente existan entre los subgrupos que nombra… solo me detuve porque me pareció usted extraño y me recordó a un personaje de un cuento que leía de pequeña…
-Las estatuas no fueron nunca pequeñas –la interrumpí.
-Pero yo sí –continuó-, y además me muevo… no sé cómo puede insistir usted con esas estupideces…
-El movimiento externo no cuenta –argumenté-. Muchas cosas no son hombres y se mueven, lo que cuenta es el movimiento interno…
-¿¡El movimiento interno!?
-Sí –recalqué-. Los resortes ocultos al interior de cada uno. He descubierto que usted es una estatua-hombre porque imita esos movimientos, pues sus reacciones vienen claramente de otro sitio…
-¿De qué habla?
-De sus reacciones internas –le aclaré-. Usted podrá imitar el movimiento externo, pero internamente no es más que un péndulo teórico, carente de esa voluntad que tenemos los demás para originar nuestras propias acciones…
-Sus argumentos son estúpidos –dijo entonces ella-. Usted no habla de acciones sino de reacciones…
-¿Y?
-Que mezcla usted todo: hombres-estatua, hombres-hombres, estatuas-hombre… como si pretendiera ver la esencia de las cosas superficialmente… simplemente fijándolas en la conciencia…
Eso decía la estatua cuando de pronto un camión de mudanzas se subió bruscamente a la acera donde ella estaba detenida y la arrolló hasta dejarla totalmente inmóvil.
-¡No se alarmen! –exclamaba yo-. ¡No se trata de un hombre! ¡Es una estatua-hombre! ¡Solo ha vuelto a quedarse quieta…!
Pero claro, nadie me hizo caso.
Fue entonces cuando decidí que era mejor dejar de vivir ese momento y detenerlo en la conciencia. Y concluí que había algo así como un grado superior de comprensión que solo se podía alcanzar desmontando todo aquello…
-Ese tipo estaba hablando con la mujer –escuché que decían algunos, mientras sonaban las sirenas.
Pero yo, inmóvil, había pasado a tomar el lugar de aquella estatua.
Una paloma incluso, se posó en mi cabeza.
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