I.
Tuve una vez una tortuga que se llamaba Wiiliam Shakespeare.
Yo hubiese preferido un lobo que se llamara John Marlowe, o hasta una serpiente de apellido Rimbaud, pero lo cierto es que debí conformarme con aquella tortuga que, por si fuera poco, pasaba casi todo el día dentro de su caparazón.
El nombre se lo puso una tía que sabía que me gustaba leer, aunque en ese tiempo yo prácticamente no había leído a Shakespeare.
-Las tortugas son animales distinguidos –dijo mi madre esa vez-. No pongas mala cara.
-¿Te has dado cuenta que es igualita a los retratos de Shakespeare? –agregó mi tía.
Y claro, fue entonces que a ella le quedó el nombre y a mí me quedó la mala cara.
II.
Era fome la tortuga.
A veces la sacaba al patio y la ponía sobre el pasto, pero seguía siendo fome.
Por si fuera poco, mis vecinos tenían un hurón, una iguana o hasta una tarántula.
-¿Tú no tienes mascota? –me preguntaban entonces.
Y yo evadía el tema, para no tener que revelar la existencia de esa tortuga.
Era como esconder un caparazón dentro de otro caparazón, pienso ahora.
Pero en ese tiempo no me hacía gracia.
III.
Fue entonces que descubrí una gracia en William Shakespeare. Es decir, en la tortuga que se llamaba William Shakespeare.
La gracia consistía en que ella no respondía a nada que no fuese su nombre.
Lo descubrí un día que estaba metida en su caparazón, como siempre, y yo intentaba hablarle, para que se asomara.
Y claro, nunca lo hizo salvo cuando pronuncié su nombre.
-William Shakespeare –dije entonces.
Y ella se asomó.
IV.
Era extraña la gracia de mi tortuga, pero al menos era cierta.
Pasé semanas comprobándolo y confirmé que se trataba, sin duda, de una apreciación exacta.
Y es que William Shakespeare solo salía de su caparazón si tú la llamabas por su nombre, y con voz clara.
Con todo, tal como señalaba antes, era una gracia extraña. Es decir, no se trataba de un “Ábrete Sésamo” tras el cual accedieras a una cueva oculta y llena de tesoros; pues solo podía verse, tras mis palabras, la cabeza manchada de una tortuga que no decía nada, y que permanecía así, mirándolo a uno, como en espera.
V.
Dos meses después de aquel descubrimiento salí en televisión.
Y es que le había contado sobre la gracia de la tortuga a un profesor, y él, desconozco cómo, consiguió que fuese un periodista y un camarógrafo hasta el colegio, a filmar el prodigio.
Así, repetí unas cuántas veces el “experimento” frente a cámara, donde funcionó todo perfectamente.
La nota duró algo así como dos minutos y apareció en las noticias de la noche.
Justo después –lo recuerdo claramente-, de una noticia sobre un crimen pasional, y antes del resumen deportivo.
VI.
Unos tíos grabaron las noticias en video, aquella noche.
Así, resultó que vi una y otra vez las imágenes, sintiéndome importante.
Sin embargo, en una de esas oportunidades, sucedió algo así como una pérdida de sentido. Igual a lo que ocurre cuando repites mucho una palabra hasta que parece perder el significado.
Con todo, no fue exactamente una pérdida, sino que me di cuenta de algo al pasar una y otra vez por la noticia del crimen pasional.
Un hombre había matado a su mujer y a su hijo y luego se había dado muerte, en la pequeña casa de una población.
VII
Es extraño como aprendemos las cosas.
Es decir, la forma en que descubrimos, por ejemplo, que la gente puede incluso llegar a destruir lo que ama, por amor.
Y es que supongo que esa es la única manera de acercarnos a lo verdaderamente importante, que nos rodea.
A la vida desesperada de ese hombre sin trabajo y con un hijo enfermo, por ejemplo. O a entender de forma profunda la manera en que a veces desperdiciamos nuestra vida; o a saber que nosotros también, bajo ciertas circunstancias, podríamos ser los protagonistas de una historia que sentimos totalmente alejada, en principio, de nosotros mismos.
VIII
No voy a contarles el final de la tortuga llamada William Shakespeare.
Y es que las historias debiesen detenerse cuando llegamos a lo importante y no volver a distraernos con cosas que nos vuelven a alejar de aquello que aprendimos.
Y es que cuando escuchamos algo importante supongo que debemos comportarnos igualito que esa tortuga y asomarnos también, entonces, fuera de nosotros mismos.
Por lo mismo, todo lo que pueda agregar a esto, hoy día, está de más.
Eso aprendí de William Shakespeare.
¡Hay tantos que no salen de su caparazón -precisamente- cunado escuchan cosas importantes!...son unos cobardes.
ResponderEliminar=(
Un abrazo
**, también. Lo que quiera que signifique.
ResponderEliminarMuy buena historia, en especial el final. Uno de los más sabios que he leído.
Curiosamente no suelo leer blogs de gente que no conozco, pero salir de ese caparazón no fue tan malo, como veo.
Saludos desde acá :)