domingo, 7 de noviembre de 2021

Desafección.


Hablamos largo rato sobre el asunto. Nada sustancial, en todo caso. Observaciones, simplemente. Ideas sueltas. Frases que fluían, pero que no portaban significado alguno. En mi caso, si soy sincero, había pensado que sería distinto. Intenté que lo fuera, de hecho. Por lo mismo fui honesto, desde un inicio, pero mi honestidad fue torpe. Digamos que no lograba cargar lo que quería decir, arriba de mis palabras. Por lo mismo, supongo que ella no supo realmente reconocer mis intenciones. Recibió palabras huecas y entregó de vuelta palabras en las mismas condiciones. Así se desarrolló el encuentro, aunque no quisiera. Apenas, por un instante, me pareció que vio en mí algo distinto, pero no fue suficiente. Hizo una pausa en ese momento y me miró directamente, de forma intimidante. Llevamos años bailando y parece que por primera vez oyes la música, me dijo. Sin embargo, como yo no respondí (no supe hacerlo, en realidad), ese momento se desvaneció y todo volvió al mismo camino insustancial por el que viajaba nuestra conversación. Fue entonces que, mientras oscurecía y dábamos fin a nuestro encuentro, ella utilizó la palabra esa que volvió todo más gris, si se podía. Más irreparable. No recuerdo dentro de qué frase la dijo, pero la palabra quedó retumbando en mí, igual que el tañido de una campana. Desafección, había dicho, y con eso, al mismo tiempo, sentimos que ya se había dicho todo. Hablamos un rato más luego de eso, pero solo fueron ruidos los que viajaron entre nosotros. Entonces nos despedimos. Fríamente nos despedimos. Cualquiera que nos haya visto, habría comentado que, probablemente, ninguno de los dos había salido lastimado.

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