jueves, 11 de noviembre de 2021

Buenas sobras.


Buenas sobras.

Aprendí a distinguirlas hace poco.

A diferenciarlas, más bien.

Y a valorarlas, incluso, a partir de esa primera distinción.

Antes, lo admito, solo distinguía sobras.

Y me quejaba de aquello, por supuesto.

Alegaba, por ejemplo, que mi vida tuviese que ser armada exclusivamente con ellas.

Con sobras, me refiero.

Sobras indistintas, como partes cualquieras de un todo, que no tenía valor alguno.

Luego, sin embargo, comencé a aburrirme de mi propia actitud.

Y claro, empecé a observar mejor el material.

A interiorizarme en la naturaleza de las sobras, digamos.

Y a diferenciar en ellas, desde entonces, las buenas sobras, de entre todas las demás.

Pueden imaginarlo, si quieren, como esas imágenes en que un vagabundo escoge en la basura qué restos rescatar para su plato de comida.

Dignamente, por supuesto.

Con solemne actitud.

Aunque de todas formas es algo que va más allá de aquello.

No por lo solemne, digamos, sino porque no se trata solo de consumir aquellas sobras, sino de construirse uno mismo en base a ellas.

A convivir con ellas y habitarlas incluso, o hasta a amarlas si se da el caso.

Buenas sobras.

Recogidas como heridos o ancianos en un campo de batalla.

Aprendí a distinguirlas hace poco, les decía.

Acá están, presentes, para ustedes.

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