domingo, 21 de noviembre de 2021

Aprendí a decir.


Aprendí a decir lo que debía decirse. Con esfuerzo lo aprendí. Lo aprendí a decir primero por escrito y luego lo repasé en voz alta, día a día, como un mantra. Sin embargo, más allá de ese primer éxito, lo cierto es que no descubrí nunca a quién debía decirle todo aquello. Y claro, como tampoco comprendí la premura del mensaje, ocurrió entonces que dejé pasar el tiempo. O más bien, no percibí que el tiempo pasaba, pues de haber querido impedir su paso tampoco hubiese logrado nada; así que, para evitar engaños, mejor corrijo, para que usted no crea en lo que no existe y de paso también para no pisarme, sin pudor alguno, mis propios pies.

Espero que con esto se resuma y aclare parte basal de todo esto, pero comprendo al mismo tiempo que estas cosas de poco sirven. Salvo tal vez para aclarar que estoy en condiciones de decir lo que debía decirse. Y por supuesto nada más.

Como ven, se trata simplemente de una historia tradicional. O más bien, de una historia con una estructura de esa índole. Una que envejece, digamos, mientras dentro y fuera de ella pasa el tiempo. Y claro, es entonces cuando uno comienza a comprender que el mensaje tal vez ya no. Que probablemente, aunque no nos guste, el mensaje se pudrió en el mensajero. Con el mensajero, incluso. Un mensajero que, por cierto, aprendió a decir lo que debía decirse, pero que nunca comprendió a quién ni en qué momento decirlo.

¿No se entiende qué es lo que se dice? ¡Mejor no se haga…! Usted bien sabe de qué hablo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales