martes, 7 de agosto de 2018

Sin disfraz.


En la fiesta hubo dos que no estaban disfrazados. Me dijeron que se trataba de un juego y que nadie, hasta aquel momento, los había encontrado. Yo sospeché en principio de unas amigas, que decían, a quien les preguntaba, que eran hermanas. Poco después, sin embargo, mis sospechas cambiaron, pues vi que conocían a otros y que eran felicitadas, efusivamente, por sus disfraces. Fue entonces que dirigí mis sospechas hacia un gran número de otros invitados, que uno a uno fueron demostrando que mis conclusiones habían sido tan erróneas como precipitadas. Dos que no están disfrazados, me repetía, mirando a los invitados que ya comenzaban a irse y que incluso me pareció que se burlaban, mientras estrechaban mis manos, antes de abandonar el lugar. Fue por esta sensación, tal vez, y por la frustración de no haber podido resolver algo tan simple, que me molesté con los anfitriones y los culpé de haberme mentido, y hasta de haberse reído a mis expensas. Ellos escucharon tranquilos y negaron mis acusaciones, pero se negaron igualmente a aclarar el enigma. Hubo dos que no estaban disfrazados, repitieron. Siempre es así. No eres tú ni somos nosotros y a la gente poco le importa, si somos francos. Ahora mismo, por ejemplo, en estas palabras, quién las lee tampoco se percatará que la respuesta estaba siempre ahí, al alcance de la mano. Es cuestión de naturaleza, concluyeron, no te culpes. No eres peor que nadie.

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