viernes, 11 de noviembre de 2022

No hago caso.


La culpa es mía porque no hago caso. Es cierto: nunca hago caso. De todas formas, prefiero tener culpa que hacer caso. Y claro, esta vez resulta que me toca tener culpa. Hay que aceptarlo. La cargo con esfuerzo aunque me dicen que no lo haga. Tal vez incluso –pienso ahora-, la cargo justamente por eso. Porque me dicen que no lo haga. Porque tal vez tienen razón y no tendría que hacerlo. Eso les digo mientras discutimos por lo ocurrido. O no por lo ocurrido, exactamente, sino por los efectos de lo ocurrido. Las consecuencias, como dicen. Yo, en todo caso, no me preocupo de esas cosas. Los sucesos siempre son nuevos, me digo. Da lo mismo el anterior. Es como con la ruleta o el lanzamiento de dados. Cada tirada es independiente de la otra. Por lo mismo, cargo la culpa como un peso desligado de aquello que la produjo. La cargo porque la cargo, nada más. Y dejaré de cargarla cuando deje de hacerlo. Y claro, entonces los otros se molestan porque piensan que me burlo. Y yo, sinceramente, no sé si lo hago. Ellos se exasperan cuando se los digo y entonces es cuando recibo el botellazo, ese que me hizo el corte en la cara, al lado de una oreja. No alcancé a ver quién lo lanzó. Luego dejé de ver y sentí golpes, nada más. Muchos golpes y uno que otro corte. Nada tan profundo, en todo caso. De todas formas sangré lo necesario para que se asustaran y me dejaran ahí. Todavía cargando con la culpa. No sé por qué no la solté en medio de todo aquello. Supongo que porque no hago caso. No lo digo como un defecto, en todo caso. No me arrepiento de aquello. Lo cuento como un hecho, simplemente. Como una verdad. Aunque ya nadie sepa qué significa aquella palabra. ¿Lo sabes tú, acaso?

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