miércoles, 2 de noviembre de 2022

Una colección de jabones.


Tenía una colección de jabones.

Una gran colección.

Casi todas de tamaño pequeño.

Agrupadas a partir de formas, olores, lugares de origen y componentes.

Lo sé porque una vez las expuso.

Cada una de las piezas con una ficha que contenía sus datos y características.

En torno a cuatro mil piezas distintas, expuso esa vez.

Dicha exposición se realizó en la casona de una corporación municipal.

Apenas tuvo difusión, por cierto, aquella muestra.

Recibieron público –aunque esto es casi un decir-, durante dos semanas.

Yo fui el día de la apertura y un par de días más.

En la apertura, por cierto, hubo vino y queso gratis.

Por eso fui, en realidad.

Así, mientras bebía, escuché la historia de la colección de jabones.

El hombre que los coleccionaba habló en un momento y contó su historia.

Era bastante mayor.

Calculé que tenía unos ochenta años.

Era de origen griego.

Había comenzado a coleccionar piezas de jabón luego de recibir un regalo de doce pequeños jabones artesanales.

Esos jabones, según contó, los había fabricado el mismísimo Nikos Kazantzakis, y se los había regalado como agradecimiento luego de hospedarse en una casa que tenía su familia, me parece que en Chipre.

Luego de esto contó una serie de otras peripecias a las que no le presté mayor atención.

Solo tenía en mi cabeza, entre copas de vino y trozos de queso, el nombre de Nikos Kazantzakis dando vueltas.

Tanto así que durante esa misma noche me acerqué hasta el hombre para corroborar la información.

-¿Dijo que los primeros jabones los había hecho Nikos Kazantzakis? –le pregunté.

-Sí. Una caja con doce. Los hacía con distintas hierbas de su tierra natal –me contestó.

-Nikos Kazantzakis… ¿el escritor? –insistí.

El hombre asintió. Luego dejó de prestarme atención.

No me fui en esa oportunidad hasta no ubicar donde estaban esos doce jabones.

Permanecían todos juntos en una de las vitrinas principales. Dentro de una caja de madera y trozos de paja, como si fuesen –imaginé- huevos en el nido de algún ave.

Me fui ese día, pero regresé tres veces más.

La segunda de esas veces conseguí robarme la caja con los doce jabones.

No había guardias ni visitantes en la exposición, solo un encargado en la entrada principal, que no ponía atención a nada.

Ya en casa, con los jabones, me dediqué una buena parte de la tarde a observarlos, disponiéndolos sobre una mesa de vidrio, como si fuesen joyas.

Me desperté incluso en la noche para observarlos y también lo hice esa mañana.

Al mediodía, sin embargo, tomé la caja y fui nuevamente al lugar de la exposición.

Al parecer, ni siquiera se habían percatado de la desaparición de esos jabones.

Dejé la caja entonces, con once pequeños jabones, en el mismo lugar de donde la había sacado.

Tenía claro por qué lo hacía, pero no viene al caso explicarlo.

Luego, me fui y regresé a casa.

Me dejé –como habrán podido calcular-, un solo jabón.

El más pequeño.

Tenía un tono ligeramente verdoso. Opalescente.

Era de hinojo, según la información de la ficha, contenida en la caja.

Hasta el día de hoy lo conservo, por cierto.

Como una colección especial, de una sola pieza.

Su aroma, es ligeramente dulzón y amargo, al mismo tiempo.

Cuando lo huelo, suele recordarme a algo, cuyo nombre ya olvidé.

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