martes, 6 de julio de 2010

Extraña historia con final feliz, o el Maestro del Cachipún.

.

No sé cómo se llame en otros lados. Acá se le dice cachipún. Me refiero al juego de piedra, papel o tijera, o cómo se le nombre en otros sitios. El punto es que esperaba fuera del subterráneo uno de estos días, creo que el domingo, después de un encuentro con unos amigos. Debía tomar el primer metro que saliese. Estuve esperando como media hora a que abrieran, con 3 grados bajo cero, un poco de caña y con una chaqueta delgada. Para no sentir frío –yo y mis técnicas-, me concentré en un extraño grupo que estaba a un costado.
Se trataba de un grupo de cinco tipos, todos borrachos aunque uno estaba particularmente botado. Lo habían dejado apoyado junto a una pared y se había caído hacia el lado, se trataba, como supe después, del Maestro del cachipún.
La historia de la que hablaban los demás parecía fantástica, de hecho no espero que me crean del todo, pero es verdad, de inicio a fin. El inicio es que el maestro no perdía nunca al cachipún. Botado incluso, apenas consciente, el maestro sacaba su mano y vencía, o a lo más empataba, aunque muy de vez en cuando. Escuchaba la orden y ahí estaba: piedra, papel o tijera, y siempre aparecía el elemento necesario para vencer al oponente.
Me acerqué un poco al grupo. Me ofrecieron unas sopaipillas. Acepté. Claro que luego tuve que invitar yo, pero bueno, era de esperar. No quise mostrarme interesado en la historia del tipo así que los temas pasaron de un lado a otro sin detenerse nunca sobre el maestro.
Al final los tipos se animan y me hacen una apuesta. Una sopaipilla por cada cachipún con aquel tipo. Yo lo vi tirado a un lado, la curiosidad pudo más y al final acepté. Uno de los hombres lo movió y lo despertó un poco. El maestro ni siquiera me miró. Pero un tipo le gritó y alcanzó a reaccionar. Sacó papel. Yo piedra. Pagué la sopaipilla. Intenté variar, o no pensar directamente, pero no había caso. Al final me detuve tras perder siete veces seguidas. Y es que sólo me quedaba dinero como para tres intentos más.
Los otros hombres se reían. Y comían sopaipillas, por supuesto. Entonces la estación abrió y entre varios recogieron al maestro, y lo cargaron hasta el borde mismo del tren. Yo intentaba mientras razonar lo ocurrido, pensar un poco cómo hacía este tipo para adivinar, para no fallar nunca, salvo un par de veces en que sacamos lo mismo.
Intenté memorizar la forma en que me ganó. Lo anoté todo en un papel que llevaba dentro de un libro. Pero no lograba descifrar un método. Salvo que las tres veces que empatamos sacamos tijera. Calculé mis posibilidades.
Entonces me decidí, creí haber encontrado la fórmula: sacaría siempre lo mismo, todo el tiempo, él tendría que ceder alguna vez. No era posible otra cosa, me dije. Y negocié con los tipos. Les dije que no tenía más que 3 monedas, pero que les agregaba un disco que llevaba si me dejaban jugar 10 veces con el tipo.
Si ganaba aunque fuese una quedábamos en nada. Si ganaba más de una, -los otros se reían de esta idea-, ganaba yo, pero ni siquiera acordamos qué. Me dispuse a sacar siempre tijera. No importa qué pasara, yo insistiría en lo mío. Sólo tijeras, nada más.
Así comencé a hacerlo. Una y otra vez fui perdiendo tras la piedra que sacaba el maestro. Por momentos dudaba, pero me había propuesto no cambiar y no lo haría. Hicimos una pausa, luego seguí… perdí nueve veces seguidas, pero entonces comenzó a pasar algo extraño: el maestro del cachipún comenzó también a sacar tijeras. Una y otra vez, de forma consecutiva, y yo, por supuesto, seguía con mi plan y sacaba lo mismo.
Debemos haber jugado varias veces y ya se me hacía insoportable, el maestro estaba algo más despierto y parecía sonreír mientras me miraba de reojo. Entonces decidí hacer un cambio, sacaría piedra y lo vencería de golpe, sin que lo notara. No debía delatarme así que intenté mantener el mismo ritmo. Hasta que de pronto lo hice: saqué piedra.
Pero él sacó papel.
Juro que no hice ningún movimiento especial, que no cambié la mirada ni la velocidad del juego, pero tras ver que me ganaba y que los tipos se reían me llené de una sensación extraña. Quizá fuera rabia, no lo sé. Por un deseo me dieron ganas de golpearlo, pero por supuesto no lo hice.
El maestro me miraba y parecía reírse, aunque su sonrisa era distinta a las burlas de los otros tipos. Para ese entonces otros en el metro nos miraban, pero no entendían qué pasaba.
Entonces intenté mirar fijamente al maestro y descubrir qué era aquello que sabía, qué era aquello que le hacía ganarme una y otra vez.
La verdad no sé qué descubrí, pero mirarlo me tranquilizó. No había nada malo en aquel tipo. Todo era tan natural que por un momento me dio risa… No había de qué preocuparse, simplemente ese tipo sabía algo, algo que obviamente no se puede explicar, algo que no debiese haber sabido.
Con todo, ahora el maestro me inspiraba más lástima que rabia, como si aquello que sabía lo hiciese también portador de un castigo, de un secreto terrible que hacía su vida más penosa… un secreto que lo obligase a tomar hasta quedar botado, sin poder levantarse, arrastrado por esos otros hombres, y sin una voluntad realmente propia.
Poseedor de un extraño que quizá no valía nada. Salvo unas cuantas sopaipillas.
La historia termina en que al final no pagué nada. Los otros no le dieron importancia y se contentaron con la burla. Quédese con eso no más compadre, me dijeron. Y yo volví a guardar el disco de Chet Baker y los trescientos pesos.
Yo no sabía qué más hacer. Me tenía que bajar en la próxima estación y eso era todo, suponía.
El maestro se había quedado sentado en el piso mirándome y poco antes que me bajara sucedió la siguiente y breve conversación:
-Ganó… -creo que le dije-. Ganó, no más…
-Tú perdiste, -me dijo él. Y me siguió mirando-.
Y entonces fue cuando me bajé.
Y sentí como si en verdad hubiésemos perdido los dos. De una forma distinta, pero se trataba sin duda de dos clases de derrota.
Yo traté de aceptar la mía.
Media hora después había llegado a casa. Estaba frente a una sartén mirando cómo se quemaba un huevo… No podía revolverlo, sólo mirarlo. Esperar que se quemase y transformar mi derrota en otra, más cotidiana y más explicable.
Creo que lo hice.
Quemé el huevo y lo arrojé a la basura.
Ahora escribo lo que ocurrió.
Mañana los basureros pasarán y se llevarán los restos de esa derrota.
Y luego volverán a pasar.
Martes, jueves y sábados.
Y así nuevamente: martes, jueves y sábado.
Y es que todas las derrotas, habían vuelto a ocupar el lugar que les correspondía.
.
¿No les parece acaso un final feliz?
.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales