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De la misma forma como existen sacerdotes que no creen en Dios, yo soy un profesor que no creo en la educación. No como se concibe hoy en día al menos y sin una gran alternativa que ofrecer, por otro lado.
Y es que no creer en algo, no conlleva, como piensan algunos, creer en otra cosa, ni en un sistema nuevo o distinto o renovado o cómo sea.
Sería tan absurdo como pretender que un sacerdote que ha dejado de creer en Dios- o que nunca lo ha hecho-, pasase de pronto a venerar a Ra, o Zeus o a Quetzalcóatl.
Y es que cuando se deja de creer en algo, -por las razones que sean-, me parece falso trasladar ese creer a otra cosa, lo que supondría nuevamente “acomodar” nuestro creer a lo que nos es más fácil, propio, o gratificante, según sea el caso.
Para empeorar las cosas, como trabajo de profesor de lenguaje, debo confesar que aquello en lo que menos creo es en la “utilidad práctica” del lenguaje, en la confianza desmedida que se tiene por esta herramienta, como si aprender su manejo nos pudiese llevar a comprendernos mejor, o a expresarnos, o a decir verdaderamente aquello que sentimos.
No creo en el lenguaje codificado como un medio confiable de comunicación-comprensión, no creo que sea capaz de trasladar aquello que sentimos o aquello que somos hacia los demás: no creo que la comprensión esté dada a partir de significantes que arrastran significados rígidos y establecidos de antemano, como si debiese ilustrar la forma y necesidades de mi espíritu a base de legos u otras piezas similares.
Es por esto, principalmente, y a partir de este punto, que me resulta difícil creer en una educación cuya forma de transmisión esté en manos de un lenguaje codificado, preestablecido, seco.
Porque la gran mayoría de lo que sabemos, querámoslo o no, lo aprendimos a través de documentos, de textos que articulaban palabras de distintas formas para mostrarnos cómo era, como había sido, cómo funciona, o cómo se calcula nuestro mundo y hasta nuestro propio ser, en función de dicho mundo.
Imagínense entonces un sacerdote, en el púlpito, frente a los fieles, diciéndoles de pronto que tiene una confesión que hacerles:
-No creo en Dios… -les dice.
¿Pero qué pasaría entonces con los fieles? Aparte de extrañarse, por supuesto.
¿Qué esperarían ellos que sucediera a continuación?
Pienso que los fieles esperarían del sacerdote que hablara sobre algo nuevo en que creer, que venga y les diga: ya no creo en Dios, pero sigo aquí porque creo en otra cosa. Y no necesariamente para que ellos se sumen a esta nueva creencia, sino simplemente porque hasta la fe, o las distintas creencias que profesamos, han pasado a ser un sistema, una estructura funcional en cuya aparente solidez edificamos vuestra vida, nuestros afectos… nuestro significado.
Pues bien, frente a mis alumnos soy como ese sacerdote, sólo que además de no creer en lo que está escrito en los textos, no creo tampoco en las mismas palabras a través de las cuales les declaro mi ateísmo. Por lo que el asunto se torna un poco más complejo.
Sin embargo, al igual que aquel sacerdote del ejemplo, yo seguiría ahí. Seguiría ahí porque de cierta forma creo en algo que está contenido y que nace justamente en el no creer. Tengo fe en algo que ha plantado su semilla en el mismo absurdo, y aspiro a que mis alumnos sean la tierra donde eso ha de echar raíces, y donde habrá de nutrirse.
Y es por eso que necesito de otros, por eso que si bien no creo en la educación siento que es algo que necesito, algo que por supuesto no tiene nada que ver con las palabras concretas ni con los contenidos rígidos que a veces nos es impuesto transmitir. Es por esto que mis alumnos y la gente en general me son necesarios –aunque a veces yo mismo me aísle y no lo demuestre del todo-, porque además de su existencia, y de esa respuesta que se escucha en clase cuando paso lista al comienzo de cada día, espero de ellos oír alguna vez un verdadero “¡Presente!”, aquel que indique que ellos están realmente ahí, en ellos mismos, conscientes de sí y de aquello que los rodea a tal punto, que las palabras sean como las piedras presentes en un río, y no la sustancia de éste, o las encargadas de arrastrar el agua desde un extremo a otro.
Quiero compartir con ellos que el mundo duele, ama y grita…y que su grito no está hecho en base a palabras ni puede ser analizado. Anhelo que comprendan que la gente nace, muere, crece, mata, ama, olvida, espera, traiciona, perdona, conoce, alegra o ríe, por motivos que nunca terminaré de explicarles con palabras, de formas que sólo son posibles de entender a partir de nuestra propia vida, de nuestra propia experiencia, sin orden, estructura, código ni sistema alguno que exista de por medio.
Y es que así como creo en una fe que está contenida en el centro mismo del no creer, espero también la venida de otro mundo, pero no un mundo lejano o distante, sino uno similar a aquel con que soñó alguna vez Paul Eluard: un mundo distinto, pero que está en éste.
Y es que no creer en algo, no conlleva, como piensan algunos, creer en otra cosa, ni en un sistema nuevo o distinto o renovado o cómo sea.
Sería tan absurdo como pretender que un sacerdote que ha dejado de creer en Dios- o que nunca lo ha hecho-, pasase de pronto a venerar a Ra, o Zeus o a Quetzalcóatl.
Y es que cuando se deja de creer en algo, -por las razones que sean-, me parece falso trasladar ese creer a otra cosa, lo que supondría nuevamente “acomodar” nuestro creer a lo que nos es más fácil, propio, o gratificante, según sea el caso.
Para empeorar las cosas, como trabajo de profesor de lenguaje, debo confesar que aquello en lo que menos creo es en la “utilidad práctica” del lenguaje, en la confianza desmedida que se tiene por esta herramienta, como si aprender su manejo nos pudiese llevar a comprendernos mejor, o a expresarnos, o a decir verdaderamente aquello que sentimos.
No creo en el lenguaje codificado como un medio confiable de comunicación-comprensión, no creo que sea capaz de trasladar aquello que sentimos o aquello que somos hacia los demás: no creo que la comprensión esté dada a partir de significantes que arrastran significados rígidos y establecidos de antemano, como si debiese ilustrar la forma y necesidades de mi espíritu a base de legos u otras piezas similares.
Es por esto, principalmente, y a partir de este punto, que me resulta difícil creer en una educación cuya forma de transmisión esté en manos de un lenguaje codificado, preestablecido, seco.
Porque la gran mayoría de lo que sabemos, querámoslo o no, lo aprendimos a través de documentos, de textos que articulaban palabras de distintas formas para mostrarnos cómo era, como había sido, cómo funciona, o cómo se calcula nuestro mundo y hasta nuestro propio ser, en función de dicho mundo.
Imagínense entonces un sacerdote, en el púlpito, frente a los fieles, diciéndoles de pronto que tiene una confesión que hacerles:
-No creo en Dios… -les dice.
¿Pero qué pasaría entonces con los fieles? Aparte de extrañarse, por supuesto.
¿Qué esperarían ellos que sucediera a continuación?
Pienso que los fieles esperarían del sacerdote que hablara sobre algo nuevo en que creer, que venga y les diga: ya no creo en Dios, pero sigo aquí porque creo en otra cosa. Y no necesariamente para que ellos se sumen a esta nueva creencia, sino simplemente porque hasta la fe, o las distintas creencias que profesamos, han pasado a ser un sistema, una estructura funcional en cuya aparente solidez edificamos vuestra vida, nuestros afectos… nuestro significado.
Pues bien, frente a mis alumnos soy como ese sacerdote, sólo que además de no creer en lo que está escrito en los textos, no creo tampoco en las mismas palabras a través de las cuales les declaro mi ateísmo. Por lo que el asunto se torna un poco más complejo.
Sin embargo, al igual que aquel sacerdote del ejemplo, yo seguiría ahí. Seguiría ahí porque de cierta forma creo en algo que está contenido y que nace justamente en el no creer. Tengo fe en algo que ha plantado su semilla en el mismo absurdo, y aspiro a que mis alumnos sean la tierra donde eso ha de echar raíces, y donde habrá de nutrirse.
Y es por eso que necesito de otros, por eso que si bien no creo en la educación siento que es algo que necesito, algo que por supuesto no tiene nada que ver con las palabras concretas ni con los contenidos rígidos que a veces nos es impuesto transmitir. Es por esto que mis alumnos y la gente en general me son necesarios –aunque a veces yo mismo me aísle y no lo demuestre del todo-, porque además de su existencia, y de esa respuesta que se escucha en clase cuando paso lista al comienzo de cada día, espero de ellos oír alguna vez un verdadero “¡Presente!”, aquel que indique que ellos están realmente ahí, en ellos mismos, conscientes de sí y de aquello que los rodea a tal punto, que las palabras sean como las piedras presentes en un río, y no la sustancia de éste, o las encargadas de arrastrar el agua desde un extremo a otro.
Quiero compartir con ellos que el mundo duele, ama y grita…y que su grito no está hecho en base a palabras ni puede ser analizado. Anhelo que comprendan que la gente nace, muere, crece, mata, ama, olvida, espera, traiciona, perdona, conoce, alegra o ríe, por motivos que nunca terminaré de explicarles con palabras, de formas que sólo son posibles de entender a partir de nuestra propia vida, de nuestra propia experiencia, sin orden, estructura, código ni sistema alguno que exista de por medio.
Y es que así como creo en una fe que está contenida en el centro mismo del no creer, espero también la venida de otro mundo, pero no un mundo lejano o distante, sino uno similar a aquel con que soñó alguna vez Paul Eluard: un mundo distinto, pero que está en éste.
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