lunes, 26 de julio de 2010

La visión del santo en el cine temprano de Glauber Rocha.

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Sorprende el primer cine de Glauber Rocha. Sorprende por su fuerza, por su naturaleza, por su ritmo. Sorprende porque más allá de su fotografía, de su visión social y su posición política, este cine apela al espectador exigiéndole que ponga en juego una parte de sí que el cine de hoy acostumbra dejar de lado. Sorprende porque exige pasión. Sorprende porque son obras que no están hechas para gente tibia. Sorprende porque golpea. Porque seduce. Porque derriba. Y porque edifica.
La verdad es que había leído bastante sobre este director brasileño, y visto algunas de sus últimas obras... y sabía, por cierto, que aquello que había que ver estaba en sus primeros trabajos, los cuales son un tanto difíciles de encontrar... Pero el tiempo había pasado y la verdad es que había olvidado el asunto.
Por eso, apenas me enteré que en el cine UC estaban dando una restrospectiva sobre este director, fue como acordarme de nuevo de algunas cosas leídas, ciertas anécdotas y algunas citas sobre el cinema nuovo y el cine esencial... pero sobre todo, acordarme que una vez alguien me dijo: "Tú vas a terminar en Sintra, como Glauber Rocha", y recién hoy me vengo a dar cuenta que aquel lugar que visité apenas por algunas horas y del que quedé maravillado, era ese lugar del que me habían hablado varios años atrás, -el mismo del que no he dejado de acordarme y hacia el que me nacen unas ganas enormes de volver...-.
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El caso es que me decido a ir y es entonces cuando me encuentro con Barravento, al parecer el primero de sus largometrajes. Una película llena de fuerza y ritmo en cada una de sus imágenes.
Filmada en las playas de Bahía, la historia se centra en la precaria vida de una comunidad de pescadores; hombres que han dejado su manera tradicional de trabajar y se han acostumbrado a servir a un patrón, sumisos y sin cuestionamiento alguno sobre lo que les ocurre y sobre el transcurrir de sus propias vidas.
La película, desde ese punto, incorpora elementos que le otorgan una profundidad que excede a la historia; un peso que la lleva a trascender ese momento particular desde el cual nace su argumento. Llena de cantos, bailes y brujería, la obra accede a un nivel donde parece enfrentarse el hombre con su propio destino, con su significado: con la esencia misma de aquello que le dicen que es y aquello que realmente siente ser, golpeando dentro.
La historia presenta entonces, para ilustrar ese conflicto, a dos seres opuestos. Por un lado, al santo, un pescador a quien todos siguen y que consideran protegido por la divinidad, un hombre que es capaz de llevar a los hombres hasta donde sea, siempre y cuando sepa responder a su calidad de santo y alejarse de las tentaciones del hombre común, es decir, siempre que sepa permanecer puro y olvidarse de su carne y los deseos que ésta provoca.
Por otro lado tenernos a un hombre que se ha alejado de los demás, -aunque sólo para afirmar su propia visión de lo que significa ser un hombre-. Un personaje subversivo, que intenta hacer reaccionar a los otros hombres del pueblo y sacarlos de la pasividad demostrándoles que un santo, o la espera, no son nunca un camino. Para esto, busca en todo momento oponerse al santo, destruirlo, pero no para que éste sucumba y tomar su lugar, sino para que éste retome su posición como hombre, y como tal, sepa guiar a aquellos que lo siguen hacia una situación en que el destino, aunque trágico, sea el resultado de sus propias acciones, de su propia lucha.
Se instala así en esta película un argumento que pasa a tomar, al menos por momentos, la categoría de un mito, un relato donde el hombre debe elegir la forma en que enfrenta su destino. Un relato donde parecen enfrentarse dos fuerzas más que dos seres particulares, donde todo parece tener resonancias universales, trascendentes, que revelan la presencia de un grito, contenido, que busca expresarse a través de los distintos personajes. Un grito que es Brasil entero y que revela sus necesidades a partir de esta película. Un cine sensual, agresivo, violento incluso, porque exige el dejar de creer en algo para comenzar a edificar la creencia en uno mismo. Aceptar la fiebre, delirar si es necesario, todo con el fin de dar a luz una rebelión también necesaria. Casi como un parto.
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Luego de este parto es necesario algo más, sin embargo. Y ese algo se aborda en otra de las películas tempranas de Rocha: Dios y Diablo en la tierra del sol, una película que ya no cuestiona la necesidad de la rebelión, sino que plantea simplemente dos caminos a través de los cuales dicha acción puede conducirse.
Dos caminos subversivos, dos caminos que se originan en la necesidad de seguir y creer en algo o en alguien que permita poner fin a la injusticia y exigir, desde ahí, la posibilidad de una verdadera existencia. Sí, dos caminos: el camino de Dios y el camino del Diablo. Aunque ambos revelan a fin de cuentas, estar prácticamente ligados.
El camino de Dios está representado por la figura de San Sebastián, un hombre que bajo la esperanza de una tierra mejor, de la llegada de un mundo divino, busca llevar a los hombres por un camino distinto, violento si es necesario para oponerse al mundo existente. Un mundo que debe ser destruido para que pueda, luego, renacer otro.
Por otro lado tenemos el camino del Diablo, un mundo donde otro hombre lleva a los suyos a la matanza, al saqueo, a la única justicia posible en un mundo corrupto, semiderruido, sin valor alguno. Un hombre que viene desde el creer, pero que ha sucumbido en la nada, en la ausencia de un sentido esperanzador y que busca destruir el mundo con sus propias manos, aunque termine con esto destruyéndose también a sí mismo.
Y es que el primer cine de Glauber Rocha parece exigir siempre la destrucción de algo. Parece imponer como base a toda su propuesta la no aceptación de un mundo, la lucha por romper las distintas convenciones que atan al hombre y lo controlan. Este cine de Rocha busca situar al hombre frente a la incertidumbre, obligarlo a escoger entre dos caminos distintos al que en su vida actual se encuentra. Busca, en definitiva, desesperarlo.
Y es en esta desesperación donde se gestan sus mejores personajes, en especial Antonio das Mortes, el encargado de dar muerte a Dios y al Diablo es esta última película y que se erige como personaje central de otra de las primeras películas de este director que lleva además su mismo nombre.
Y es que en este personaje se pone de manifiesto la figura real del hombre al que parece aspirar Glauber Rocha. La idea de un verdadero santo, aquel hombre que es capaz de ser un dios para sí mismo y para los demás. Un hombre que es capaz de hacerse cargo de su carne y de su espíritu sin miedo de lo que puedan desear ninguno de ellos. Alguien que es capaz de destruir a sus propios dioses y que es capaz de construirse él mismo sus propios mitos.
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Y sí, sorprende el primer cine de Glauber Rocha. Y hace varias cosas más, por cierto. Golpea, seduce, derriba y edifica. Y revela además la voz completa de un pueblo: la voz del hombre sometido, el hombre dormido en la muerte que es la esperanza, soñando siempre su propia miseria.
Y es ante esta miseria que el primer cine de Glauber Rocha lanza su grito y se transforma en fiebre. Es debido a esta esperanza que el primer cine de este director apela a la desesperación, y hasta la exige.
Y es que esta tierra no es ni de Dios ni del Diablo, parece gritarnos en estas películas, y ya va siendo hora en que el hombre la haga verdaderamente suya, y sepa exigirse, además, a sí mismo, la obligación de ser un santo. Y no un santo que habla de un mundo distinto a éste, nos aclara, sino un santo que no deja nunca de ser hombre, fiel y puro ante las exigencias que nos impone la carne y el espíritu. Un santo que sabe fundir en su propia existencia estos des ámbitos y los hace uno.
Un santo que es un hombre, a fin de cuentas. Como una posibilidad latente en cada uno de nosotros.
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