viernes, 2 de julio de 2010

Sobre aquello que recordamos y sobre aquello que olvidamos; sin orden ni distinición alguna.

Mi madre se crió en una granja, en un gran fundo que existía cerca del lugar donde aún vive. Ella y sus hermanos se criaron ahí. Fueron 18. Mi abuelo fue el capataz de aquel lugar. A veces, -me dicen-, entraban niños a jugar a ese fundo. Mi mamá cuenta que a veces jugó con ellos. Y también me cuenta que a veces jugó con duendes. Varios lo decían. Hermanos de ella y muchos otros que he conocido. Podían describirlos y hasta acordarse de bromas o juegos o situaciones en que participaron con ellos.
Mi madre me cuenta también de una niña que quería ser espantapájaros. De una niña de verdad. Una niña que abría sus brazos y se quedaba así, en medio de las plantaciones. Les tenían prohibido hablar con ella. Suponían que estaba loca. Nadie sabía de dónde venía.
Otro tío me contaba que un día el patrón le regaló un tambor. Que él era chico y lo disfrutó mucho. Y que el patrón se lo dio con una condición eso sí, que caminara de un lado a otro tocando ese tambor y evitando que los pájaros se comieran la semilla y arruinaran las plantaciones. Obviamente el único sueldo de mi tío fue aquel tambor. Un tarro vacío al que le habían clavado una cuerda a ambos lados. De hecho, él cuenta que recorría las plantaciones cantando una canción:
"Pájaro ladrón... no le robes la comida a mi patrón..." o algo así.
Supongo que en esa época mi tío pudo haberse encontrado con aquella niña. Aunque él no habla de ella y en verdad yo no se lo pregunto. Yo sé de duendes, de esa niña-espantapájaros, y del tambor de mi tío. Pero nada de eso lo sé en profundidad. Nunca he preguntado sobre nada de eso.
También sé de juegos extraños que hoy pueden parecer terribles: de las idas de noche para ver quien tenía más fuerza y era capaz de tumbar a una vaca de un solo golpe, o quien era capaz de burlar al toro y esquivarlo más veces, o juegos donde se ponían cada vez más lejos unos de otros y se lanzaban volando a los hermanos o sobrinos recién nacidos.
Me cuentan también de otro tío. Uno que incuso llegó a montarse sobre un toro. Uno que daba vueltas las culebras que encontraba y asustaba a los demás con eso. Mi madre cuenta de varios accidentes que ese tío tuvo. Me hablan de hazañas prodigiosas: domaduras de caballos, peleas, o hasta de un extraño enfrentamiento que tuvo con un toro. Eso me cuentan de aquel tío, aunque poco se refieren a su muerte, simplemente dicen que murió, o poo más, y creen que ahí se acaba la historia.
También dicen que la niña espantapájaros murió. Y que los duendes desaparecieron. Incluso algunos tíos que yo mismo escuché contar historias, llegan a decir que en verdad nunca existieron.Yo los miro a los ojos cuando hablan. y la verdad es que no les creo. Yo creo que esos duendes aún están aquí. Igual que la niña espantapájaros.
A veces me decido a buscarlos. Me emborracho en las noches -como hoy- y salgo a caminar. O simplemente salgo a caminar sin emborracharme. La verdad es que los resultados no son muy distintos.
También me cuentan que el tío aquel de las hazañas murió de una forma extraña. Que lo arrolló un tren. O sea no que lo arrolló, pero que al menos cortó parte de su cuerpo. Cuentan que el mismo llevó uno de sus brazos, cercenado, hasta un lugar donde pidió ayuda. Y que murió desangrado.
Tenía 26 años, me dicen.
Y como la historia tiene algo raro, a veces intento explicarme qué sucedió pues nadie parece decírmelo con certeza. De hecho, a veces ese tío se convierte en algo de lo que no se habla.
Todos hacen como si eso no hubiese existido. Como con los duendes. O hasta con parte de sus propias vidas.
Quizá por eso pienso que los únicos que saben todo son los duendes. Sí, los duendes vieron todo. Vieron a la niña, por ejemplo. Y estoy seguro que hasta se acercaron a ella. Estoy seguro que algo deben haber hecho mientras ella fingía ser un espantapájaros y quién sabe, quizá hasta cierto punto llegó a serlo. Vaya uno a saber qué llega uno a ser cuando realmente se lo propone…
De hecho una tía una vez cambió la historia. Dijo que en verdad era un espantapájaros y que algunos creían que era una niña. Pero los demás se ríen de ella y dicen que no. Y hasta dan a entender que uno de mis tíos se relacionó con ella antes de que ésta desapareciera.
Pero nadie parece unir los hechos. Nadie habla de abusos, ni mucho menos violaciones, o algún hecho de fuerza relacionado con el hecho. Aunque hay algo oscuro en la forma que lo señalan. A veces la gente desaparecía así, me dicen. Todavía hoy lo siguen haciendo.
No sé por qué pienso entonces dónde está enterrado mi tío. Ese que llevó su porpio brazo por varios kilómetros antes de caer muerto. Creo que nunca nadie ha hablado de eso. Recuerdo tumbas de otros parientes que nos hacían visitar de pequeños, pero no la de aquel tío.
Quizá simplemente se olvidaron, quién sabe.


Mi abuelo, en tanto, el capataz de aquel fundo, murió hace al menos 10 años. Yo estaba tomando su mano cuando murió. Él acostumbraba, no sé por qué razón, a tomármela y a besármela. Sobre todo el último tiempo cuando estuvo postrado en su cuarto. Así simplemente, sin palabra ni explicación alguna.
Pasaron cosas extrañas para la muerte de mi abuelo... Y para qué hablar de mi abuela: piedras en los techos, una micro que anduvo sola y que se estrelló contra un poste justo al frente de su casa, ella que se aparecía en los televisores de otros tíos y luego sin que nadie le dijera ella misma contaba que los había ido a visitar y hasta daba detalles. Entre muchas otras cosas.
Pero lo que iba a decir aquí era que mi abuelo me besaba una mano. Nunca supe por qué y yo extrañamente lo relacionaba con que yo escribía. Pero el día en que murió, él se llevó mi mano a su boca y de pronto la retiró. Es cierto, tuvo momentos de delirio aquel día y se comportó extraño con todos. Aunque no así en el momento mismo de su muerte, donde se fue despacio, como un volantín al que se le acaba el hilo y se pierde sin que nadie sepa dónde irá a caer.
Pero el hecho de que no hubiese besado mi mano me dio vueltas mucho tiempo, y lo acabo de recordar ahora.
Cuando el murió yo lo tenía de la mano. Yo sentí cuando murió. Algo se fue de ahí, el hilo del cometa se soltó de mi mano. De hecho siento que yo mismo lo dejé ir, que era lo mejor, lo que él quería.


Hoy ha pasado el tiempo, supongo que existen momentos en el día que ninguno de sus numerosos hijos, nietos bisnietos y demás parentela se acuerden de él: supongo que llegará el día para todos nosotros en que nunca más nadie hará recuerdo de nosotros.
No bastan 18 hijos, o 1000 nietos o un libro o lo que sea. Eso que ocurre cundo dejan de pensarte, de estar en la mente o en el corazón de los otros supongo que es en verdad la muerte más terrible. La que de verdad importa. Ese día sí debe ser aquel en que el volantín se estrella contra una montaña, o contra un árbol o es olvidado entre rocas. Ese es en verdad el día que de cierta forma evitamos.
Aunque en verdad, no tengo miedo de ese día, en todo caso. O no el miedo mayor, si es que aquellos temores pudiesen clasificarse.
Y es que llegado ese día, quizá seremos como los duendes, o como la niña espantapájaros, o como el niño con el tambor... o como aquello que me sucedió una vez en el sur cuando estando pescando con un amigo y nos quedamos botados y tuve que ir a un lugar lejano a buscar provisiones, mientras él se quedaba cuidando y preparando algunas cosas, acompañado además (él) de una chica lo suficientemente extraña para que varios le tuvieran miedo.
Recuerdo que esa vez me encontré con un niño en medio de una lluvia torrencial, en un lugar totalmente despoblado. Un niño con un tarro y un cordel para pescar, -cosa normal en esos lugares, pero que yo nunca había visto-, recuerdo que ese chico me miró y yo descubrí que era mi amigo. El mismo que me estaba esperando, sólo que aquí era varios años más pequeño. El niño me miraba y yo lo saludé con un gesto, desde lejos. Atravesé entonces tres veces el mismo riachuelo, sin entender cómo era posible y sin cambiar de dirección: sin avanzar a ninguna parte.
Pasaron las horas y volví a pasar por el lado de ese niño. Aunque esta vez decidí no voltear, decidí dejar de verlo. Hoy pienso que es así también como dejamos de ver aquello que nos rodea, y dejamos incluso de ver cosas más importantes: aquello que está en nuestro interior y que forma parte de nosotros mismos.
Supongo que sólo entonces las cosas se pierden y que hasta olvidamos que amamos.
Pero sé también que en cierto cruce, en ciertas rutas, en cierto momento lleno de lluvia cuando alguien los vaya a buscar, esos duendes, esa niña, mi tío con el tambor, mi tío cargando uno de sus brazos y hasta el amor y todas esas personas que hemos perdido por el camino… hasta los distintos nosotros que hemos dejado abandonados a medida que avanzamos, como si fuesen pieles vacías, estarán ahí nuevamente.
Es cierto, quizá sólo lo estén por un segundo, pero será un segundo que asegurará en nosotros la creencia en ellos por siempre.
Y quizá entonces sea el momento en que sepamos entender que aquellos que amamos, que aquello que fuimos, sigue estando en algún lugar. En un mismo espacio, bajo un mismo sol. Con las mismas semillas creciendo siempre. Con una fuerza extraña. Semillas que saben emerger a la superficie, y brotar y abrirse... y ser. No importa cuántas veces.
Porque la tierra es vientre. Porque el mundo es vientre, porque estamos naciendo siempre.
Porque amamos y porque dejamos de amar.
Y porque esta última acción en verdad no existe.
Porque amamos, entonces.
Sí, sólo porque amamos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales