miércoles, 28 de julio de 2010

Encuentros con apóstatas (II)

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Estamos de más si miramos en quienes somos, dijo una vez Ricardo Reis. Lo dijo despacio, como si su voz fuese el sonido de un lápiz mientras se mueve sobre un papel en un cuarto que está vacío.
Y es que en cierto sentido también está vacío el cuarto en que estamos. Lo sabemos en silecio y de una forma extraña. Con el temor de descubrir que no somos, con el dolor de entender que ni siquiera fuimos, y con la desesperación de saber que no seremos.
No se trata de juegos de palabras. No se trata de juego alguno.
Simplemente se trata de algo que aprendí de mi segundo apóstata.
La historia es la siguiente:
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Hoy llego antes al colegio nocturno. Lo suficiente para que el personal que está sea aún el de la jornada de la máñana y para que quede un alumno en la ofica de inspectoría esperando que vengan por él.
Y no se trata de que vengan a buscarlo porque sea un niño pequeño. De hecho, no es su familia la que ha de venir a buscarlo.
La inspectoría está vacía y alguien me hace un gesto de lejos para que salga del lugar, aunque no lo interpreté bien. Malentendí que me quedara con el chico aquel hasta que llegara el inspector, o alguien.
Intento saludar al niño, pero no se mueve ni me devuelve gesto alguno. Yo me pongo en cuclillas a leer un libro de Odas de Ricardo Reis. El chico parece tener unos 14 o 15 años y me fijo que mueve la cabeza en dirección al libro y que luego vuelve a su rigidez.
-Es un libro de poesía -le digo-, es de un tipo que se llamaba Fernando Pessoa, pero inventó que era otras personas y escribía como si fuera ellas. No era no más cambiarse el nombre, era como escribir con estilos distintos como si fuese personas distintas.
Miro de reojo al niño, pero éste sigue sin expresión alguna.
-Una cosa rara es que Pessoa, el apellido del tipo original, significa persona... ¿sabes qué significaba persona antiguamente... la palabra persona, me refiero?
-Máscara -con testa el niño, sin moverse-.
No esperaba que me contestase, en verdad. Al final le complemento la información un poco nervioso y sintiéndome un poco torpe al hacerlo.
Mientras finjo leer pienso que Ricardo Reis era el heterónimo que parecía creer menos en la vida de los creados por Pessoa. Médico de profesión, este heterónimo decía contentarse con el espectáculo del mundo: No tengas nada en las manos, -decía-, ni un recuerdo en el alma.
Pasan los minutos y ambos permanecemos en silencio. Como el minutero y el horario de un reloj que se ha detenido. Recuerdo un libro de Tabucchi sobre la muerte de Pessoa y las visitas de sus heterónimos, y por un momento siento que algo hay en este chico de Ricardo Reis, algo de ese nihilismo absoluto que sólo puede nacer de un médico tras ver en el interior del hombre unos cuantos órganos y un montón de tripas.
Me decido entonces a preguntarle al chico qué pasó. Que qué hizo. No parece que vaya a venir nadie y la situación ya se tornaba un tanto absurda y parecía extraña. Pero el alumno no me contesta. Aunque esta vez me mira, como si yo debiese saber algo de lo ocurrido.
Como no sé que hacer le cuento una historia a aquel niño. No sé por qué ni con qué sentido, pero le cuento una historia. Extrañamente siento que el chico me presta atención, y hasta en un momento me hace una pregunta sobre lo que le contaba. La pregunta me sorprende no sólo porque rompió aquel mutismo sino porque se trataba de una voz que no esperaba. Una voz extraña, como de niño chico... No se bien como explicarla, pero si tuviese que pintarla lo haría con un amarillo suave y unas pintas naranjas.
No alcanzo a terminar la historia porque llega el director, abre la puerta y me dice que lo acompañé. Me fijo que antes de salir pone el seguro desde el lado del niño y cierra la puerta. Es de esas puertas que puedes dejar puesto el seguro antes de salir y luego puedes abrirla con la llave o esperar que te abran desde dentro.
-¿Cómo entró? -me pregunta el director.
-¿Dónde?
-A la inspectoría...
-La puerta estaba abierta, -le digo-. Estaba junta.
Entonces al director me mira como si le estuviese mintiendo y me cuenta algo que no sé porqué no me sorprende.
-Ese chico echó en la mochila de una compañera la cabeza de un gato... -como él espera que yo ponga cara de consternado yo la coloco y espero que siga-, no sabemos de dónde sacó la cabeza, ni nada. Había llegado hace poco, desde el Sename. Ha repetido como tres veces.
Luego me explica que vendrán de la comisaría. Que hay una brigada o algo especial para "estos casos".
Espero que me diga algo más sobre aquel niño, pero en vez de eso me empieza a contar sobre él mismo. Sobre el llegar a ser director y sus responsabilidades. Me recomienda un magíster en gestión, para que no me pase toda la vida haciendo clases.
-Un profesor siempre aspira a dejar de hacer clases algún día -me dice-, a tener un cargo o algo, pero fuera de la sala de clases.
Mientras me habla llegan dos carabineros. Un hombre y una mujer. Llegan hasta la puerta y golpean, peroel niño no les abre, así que el director me deja para abrir con su propia llave el lugar y comentar algunas cosas con los carabineros.
Sacan al chico sujetándolo de los brazos, aunque éste no parece resistirse ni hacer alboroto alguno. Mientras sale nos miramos un poco. Siento que me reclama algo, quizá el final de aquella historia.
Respecto a la suya una profesora me comenta que era un tipo muy extraño y que lo que había hecho era como una broma con lo del gato de Chesire.
Nadie se pregunta por lo del cuerpo del gato.
Ni por el niño.
Nadie se pregunta por qué si estudiamos para ser profes "todo profe sueña con dejar de hacer clases".
Nadie encuentra raro que soñamos con ser algo para después dejar de serlo.
Me gustaría que lo de esta entrada fuera mentira, o que fuera un sueño. Pero el sueño sólo es bueno porque de él despertamos para saber que es bueno.
Pero este no es el caso.
Otros versos que me gustan de Ricardo Reis dicen lo siguiente:
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"Porque nada somos, no esperamos nada..."
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El nombre de ese chico es Felipe.
Él es mi segundo apóstata.
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