sábado, 23 de octubre de 2021

Una extraña anomalía.


Arrendé durante unos meses en una casa que tenía una extraña anomalía.

Y es que la puerta de entrada era bastante más pequeña que el tamaño del marco.

No me refiero, sin embargo, a un desajuste pequeño, por el que se filtrara un poco de luz o no permitiera una buena aislación interior.

En este caso, la diferencia de tamaño era demasiado notoria.

Tanto así que la puerta no lograba tocar ninguno de los lados del marco, salvo, por supuesto, el lado de las bisagras.

Debido a esto, quienes me visitaron en aquel entonces pensaban que se trataba de un diseño especial.

Una especie de obra de arte conceptual que debía ocultar algún significado que, sin embargo, nadie atinaba a interpretar.

-¿Y cómo cierras cuando no estás en casa, o por las noches…? -preguntaban los más prácticos.

-¿No se te meten gatos u otros animales…?

-¿Es una broma, cierto…? ¿Tienes la puerta correcta escondida en algún sitio? -consultaban los escépticos.

Yo contestaba brevemente e intentaba luego cambiar el tema, claro, pero ellos esperaban que revelase una razón oculta o lo que fuese y volvían sobre el asunto una y otra vez.

Por todo esto -y porque encontré otro lugar menos extraño que aquel-, decidí irme del lugar antes del término del contrato, lo que me supuso otros problemas que no desarrollaré acá.

Cuando me fui, por cierto, la sensación que me produjo la partida también fue anómala.

Esto, ya que el no dejar una puerta cerrada tras mi partida -literalmente-, se tradujo en la impresión equívoca de estar todavía ligado a aquel lugar, en el que, por otro lado, nunca tuve plenamente un espacio que pudiese considerar íntimo o privado, por la razón ya expuesta.

-Pero, ¿te fuiste o no te fuiste entonces de aquel lugar? -me pregunta alguien que intenta no dejar cabos sueltos en la historia.

-De cierta forma sí -le digo, para terminar con aquello-. O sea, si estuve alguna vez, ya me fui…

Y esa es toda la historia.

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