jueves, 8 de abril de 2010

Una verdad desnuda, con una voz de agua.

Hace un par de días logre ver La isla desnuda, de Kaneto Shindo.
Digo logré porque ya en un par de ocasiones lo había intentado y me había rendido un poco ante la lentitud de sus primeros 45 minutos. Es cierto, tenía excelentes imágenes y un ritmo lento, pero que se hacía agradable, natural casi, en medio de aquel blanco y negro y la sutil posición y desplazamiento de las cámaras.
Sabía que debía confiar en Shindo e intentarlo nuevamente.
Y es que hace un par de años había topado con Onibaba, y aquel film me había impactado. Los tambores, la naturaleza viva hasta la confrontación, el ser humano y los demonios, y un hoyo extraño en medio de un lugar extraño, confluían en una película inmensa, de una perfección distinta a la de Kurosawa, Ozu, o Kore-Eda, pero que se erguía ahí con la fuerza de un mito, fuera de aquella intimidad japonesa que tanto me había atraído en esos otros directores.
Y es que había en Onibaba un verdadero demonio, y el demonio estaba vivo y habitaba en medio de los hombres. Y dentro de ellos, por cierto. Y la película deja esto muy en claro. No te deja olvidarlo. Y sabe además avanzar de manera perfecta, hasta situarte con aquel demonio cara a cara, con la única separación de un agujero en la tierra que nadie sabe quién hizo, ni desde cuando está ahí, en medio de todo. También como un ojo que se mira cara a cara con el cielo.
Es por eso que volvía una y otra vez a La isla desnuda. No podía ser un error esas repeticiones y esa lentitud en las imágenes. Además aún no consigo las otras películas de este director (vi Kuroneko, pero hace ya demasiados años) y quería acercarme a él nuevamente.

Y me encontré con una película también inmensa. Y perfecta a su modo. No son siquiera necesarios los diálogos para que se desarrolle y se deje entender por quien venza aquella lentitud inicial y sepa ver en ella un ritmo natural, necesario para aquello que viene después -y que la completa como un fruto completa a un árbol-, se desarrolle. Nadie se sienta con hambre al lado del arbusto a esperar que se haga árbol y a que nazca el fruto, sino que el árbol lo da quizá ya cuando no lo esperamos, y un día de sol lo presenta dulce, y lo ofrece para aquel que lo plantó, o simplemente como un regalo, para quien lo necesite.
Así es como recibo lo que entrega esta película.
En ella podemos ver una sencilla familia que vive en una isla pequeña. Es una isla que, rodeada de agua como toda isla, no tiene agua interior. Y los padres deben viajar incontables veces hacia otros lugares para traerla, cargarla sobre sus hombros, llevarla en la barca en que hacen estos viajes, y regar cuidadosamente sus plantaciones, o utilizarlas para su comida.
Y obviamente nada debe ser desperdiciado. Todo se hace en silencio. Lo único que suena es el agua mientras el bote se desplaza o cuando cae a la tierra y es absorbida por ésta. Es obviamente un ciclo perfecto. Y ver el bote desplazarse. Ver la fuerza de aquellos padres que son el fondo los que desplazan el bote. Ver esos niños, de los que poco sabemos, salvo que se están haciendo grandes y que aún son alegres y orgullosos y algo suena dentro de ellos, así como un agua viva que en los padres ya escasea. Ver todo eso, decía, nos acerca a ellos y nos ayuda a no esperar nada en el film, y es entonces cuando se nos entrega la fruta, o mejor aún, es entonces cuando el film nos entrega la sed.
Porque aquel ciclo ha de acabarse, aquello que vimos suceder como algo eterno es de pronto invadido por una enfermedad que afecta a uno de los niños, y nos sentimos incapaces de hacer algo, nos reconocemos como espectadores de ese ciclo, nos sentimos incapaces al igual que los padres y todos aquellos que aparecen en el film, porque hay algo que prevalece y que se puede transportar, pero no se puede dominar. Y aquello es el agua. Y el agua es aquello que mantenía vivo a aquellos niños. Y un manantial puede secarse, y resurgir en otro lado, y nadie nos debe explicación alguna.
Y es que la isla desnuda es también el hombre desnudo. Es el esfuerzo por mantener vivo un cuerpo que está rodeado de agua, pero carece de ella en su interior. Es la experiencia de ver brotar algo que ha nacido de un esfuerzo y de un silencio respetuoso. Es una película que nos acerca a un misterio, pero sin develarlo. Y no lo devela porque ya está desnudo, y esto se hace innecesario. Porque está a la vista de todos.
La maestría de Shindo, su regalo, consiste en mostrarnos, en permitirnos ver, -si queremos-, aquel secreto.
Su maestría consiste en guardar silencio para dejarnos escuchar aquello que nos cuenta una verdad eterna. Transparente.
Una verdad eterna, con una voz de agua.

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