viernes, 9 de abril de 2010

Historias de dos hermanas: justo antes de conocer el mundo, o en el momento mismo de conocerlo.

A pocos días de haber visto un reportaje sobre dos niñas que habían pasado sus 12 años encerradas en casa de sus padres, Samira toma la cinta que había quedado de una película que hizo su padre y comienza a filmar.
Once días después la filmación había terminado y se editaba una de las más bellas películas iraníes: La manzana.
Y es que Samira Makhmalbaf, a sus 18 años, había logrado captar algo de aquel drama, con esa sensibilidad natural del cine iraní que fluye a la par de aquellos argumentos encontrados al azar, y que son reflejo verdadero de aquello que pasa al interior de los seres reales, dejados siempre de lado por el cine comercial o efectista que prefiere siempre el argumento que excede la norma, y a personajes que se yerguen sobre los otros de su especie, hasta parecer ajenos a este mundo, como seres de plástico.
La historia, como mencionaba, es la de dos hermanas: Zahra y Massoumeh, quienes han pasado su vida las rejas de una puerta cuidadas por su madre ciega y por su padre que vive a partir de las limosnas que le dan a cambio de orar por otras personas. Aparece también el personaje de la asistente social y varios niños que serán los primeros seres, ajenos a su familia, con los que interactúan las hermanas.
Más allá de detenerme excesivamente en la historia y en los personajes-personas que aparecen en el film, me gustaría detenerme en las sensaciones que continuamente lo desbordan, o en los símbolos que florecen en la película, de forma siempre natural, dentro del curso de los hechos.
Y es que la forma en que son filmadas estas hermanas, la manera en que la película parece comprender y transportar aquellas sensaciones que fluyen en esas chicas, da cuenta de un lenguaje que permite ese transporte, y facilita con ello el encuentro directo con aquello que ellas sienten, con aquello que ellas son, y nos hace parte de su aprendizaje.
Las niñas tras recibir un espejo cada una son obligadas a salir a la calle, para que conozcan y hagan amigos, para que se abran paso en un mundo que no conocen. Salen con sus ojos brillantes, con su desconocimiento del dinero, con sus piernas atrofiadas y la alegría de ver un mundo nuevo frente a ellas. Y van a buscar de ese mundo también aquello que ya conocían y que les gustaba: las manzanas. Que las acompañan y las guían, de cierta forma, casi todo el resto del film.
Y es un sabor, una sensación sutil, la que sirve de guía a esta película, y quizá es por eso que nos lleva ante cosas verdaderas. No nos muestra seres caricaturizados –más allá de la rigidez que les confiere a cada uno de los personajes las creencias que ellos tienen- y es capaz de abrirse paso en el interior de uno, como si las chicas se apoyasen en uno mismo para intentar saltar y atrapar esa manzana, como lo intentan en un momento del film. Y enseñarnos su sabor.
Desde este mismo punto impacta también la figura de la madre ciega. Ciega en más de un sentido por supuesto, pues lo que existe dentro y fuera de estos personajes suele ser correspondiente en este film. La madre se muestra agresiva, temerosa, incluso vulgar en ocasiones, tapada con un velo que no deja ver siquiera sus ojos, que inútiles han quedado también cubiertos, y es quizá, si nos fijamos en el final de la película, alguien que también estuvo encerrada y que necesita, al igual que sus hijas, ir por aquella manzana, de la que ya se había olvidado.

Lo extraño de todo esto, -ya no me refiero al argumento del film, por supuesto-, más allá de las dudas de que el padre hubiese ayudado en la filmación, y cosas de ese estilo que no me interesa tratar aquí, es que la hermana de Samira, Hana, ayudó en la revisión de ese guión y colaboró en la filmación de esta película. ¿Y por qué es extraño? Porque Hana contaba entonces con 9 años, y acababa de dirigir su primer cortometraje, que recibió grandes críticas en los lugares donde se exhibió.
No me refiero a que lo extraño sea el que ella lo dirigiera, sino la correspondencia entre estas dos hermanas dentro y fuera del film, ambas comenzando a descubrir un mundo, que termina por ser el mismo, salvo que lo hacen por distintos caminos: a través del cine, las hermanas Makhmalbaf, y guiadas por una manzana, las hermanas del film.

Diez años después, más menos, cuando la edad de Hana coincidía, más menos con la Samira al momento de filmar La manzana, Hana filma otro film extraño y maravilloso: Buda explotó de vergüenza.
Es cierto, cuesta defenderlo en algunos aspectos técnicos, pues su rigor está en otro ámbito. Y la extraña forma en que se desarrolla, en medio de las imágenes del vacío que dejó el Buda que fue destruido por los talibanes en Afganistán, -imágenes que abren y cierran el film-, dan cuenta de una mirada y una forma de expresión distinta y eficaz, que estaba también, de alguna forma, en la película que había filmado su hermana.
Y es que ambas películas poseen una inocencia, y una forma tan directa de relacionarse con la historia narrada, que la exceden y desbordan en todo momento, y hacen que aquello que se cuenta, tanto en La manzana, como en Buda…, sea el punto de partida o la excusa, para hablarnos de otra cosa: de una mirada, de una forma de ver y de sentir que sólo es posible a partir de la ingenuidad, de la inocencia. Que está presente tanto en las hermanas directoras, como en los niños que protagonizan ambos films.
Y es que tomando el caso de Hana, por ejemplo, en Buda explotó de vergüenza, los niños que actúan en aquella película son niños que ni siquiera conocían la televisión, niños que fueron tomados tras un casting algo improvisado entre gente de una aldea, y para quienes el proceso de filmación era una experiencia nueva, honesta aún. Y hasta en cierto sentido un juego.
Y Hana los hizo participar dándoles a entender que se estaba desarrollando este juego, y si bien debieron representar, en cierto sentido, algo ajeno a ellos, nunca están lo suficientemente fuera de sí, de ser ellos mismos, y eso queda plasmado en la película.
Y es que la ingenuidad y el juego corren libres por estas películas, filmadas por dos hermanas de 18 y 19 años, todavía niñas, y esa mirada, que aprende a ver aquello hermoso y aquello terrible que avergonzó a Buda, brilla en cada momento de esos films. Quizá con una locura que mantiene la fe en Samira, pero con la misma ingenuidad en ambas. Y con dos estrategias distintas que forman parte del mismo juego: aprender a vivir y comprender aquel mundo que los rodea.
Un mundo brillante y nuevo en Samira, y un mundo para avergonzarse, y para no crecer, en Hana.

Cierro esto que ya se alargó demasiado –ni toqué el argumento de Buda explotó de vergüenza, que es buenísimo-, con unas palabras de Hana que dio en una entrevista, mientras la instaban a explicar qué la diferenciaba de su hermana:

“…Pero estas comparaciones no sirven de nada. Quizá las dos algún día dejemos el cine y vivamos como los demás. Con el tiempo he llegado a la conclusión de que un realizador no es alguien que sabe cómo hacer películas, sino más bien alguien que no sabe cómo vivir como los demás.”

Y bueno, ojalá no lo hagan.
Y si lo hacen, al menos estos film harán que aquello que las llevó por otras rutas, mucho más hermosas que el vivir como los demás, y del filmar como los demás, se mantenga presente para quien quiera verlas. Porque lo queramos o no lo cierto es que crecemos, y con el tiempo se nos atrofia el órgano que nos fue dado para creer. Para descubrir. Y es entonces cuando se hacen necesarios estos films para que la sangre vuelva a fluir a través de ellos, y se repongan.
Es por esto que mirar con ellas lo que ellas vieron, aquello que también las miró, como niños que aún son distintos a todos nosotros, es algo que reconforta.
Mirar a esos niños:
Justo antes de conocer el mundo, o en el trágico momento de conocerlo.

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