miércoles, 10 de enero de 2024

Estaba loco, de verdad muy loco.


Estaba loco, de verdad muy loco. No exagero. Pero lo peor no era eso. Lo peor era que con el tiempo la forma en la que manifestaba esa locura era cada vez peor. Más escandalosa, si se quiere. O más extrovertida, tal vez. La verdad es que no sé bien cómo decirlo. Lo concreto en todo caso es que involucraba ahora a más personas. Sí, supongo que ese era el cambio, en definitiva. Por ejemplo, alguna vez en la playa. En verano. Le ocurrió varias veces, por supuesto, pero lo importante es lo central. Y lo central era que le gustaba enterrar una de sus piernas en la arena. Hasta la rodilla más o menos. Luego la sacaba y entonces sobrevenía el problema: él decía que aquella que había salido era la pierna de alguien más. Ese era el núcleo, claro está. Pero con el tiempo fueron surgiendo las variantes. Primero, buscarla, simplemente. Luego preguntar a otros. Más adelante escenas de angustia y de reclamos cuando creía encontrar su pierna perdida en algún otro veraneante y la exigía de regreso. Incluso ponía su pierna junto a la del otro como si con eso pudiese demostrar algo. Nos obligaba a mirar. A opinar. Las últimas veces debió intervenir el salvavidas y hasta un par de marinos. Buscaron convencerlo esa vez de que todo se podía reparar. Así, volvieron a enterrarle la pierna junto a la otra del tipo que supuestamente la había intercambiado con la suya. Eso pareció calmarle, por lo menos, aunque luego en casa siguió alegando. Dijo que nada, realmente, se podía reparar. Que una vez que sale de tu cuerpo y vuelve a entrar ya nada vuelve a ser lo mismo. Que para evitar esos dilemas se creo la resurrección y se ocultaron los secretos respecto al espíritu santo. Yo recuerdo bien sus palabras porque solía anotarlas después. Pensaba robarlas para usarlas en el personaje de una novela que nunca escribí. El personaje iba a ser un viejo que vivía con un pulpo. Lejos del mar, vivía con un pulpo. Un pulpo viejo. Que absurda siento esa idea, ahora que la digo. Ni siquiera sé cuántos años vive un pulpo. Un día una tormenta o un terremoto golpeaba la casa y hacía caer varias cosas. Entre otras, un portarretrato con una foto genérica, que el viejo se ponía a mirar sin saber de quién se trataba. Probablemente era un portarretrato nuevo, se decía el viejo, y la foto es la que traía puesta desde la tienda. Luego recordaba al pulpo. No sabía llorar aquel viejo. Así comenzaba aquella historia.

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