domingo, 23 de octubre de 2022

Dejemos hablar a un monje novicio.


Un viento anterior, digo yo. Un viento previo. No sé decirlo bien, en realidad. Tal vez un viento que mueva al viento. Algo ya desaparecido incluso, si quieren, pero que haya puesto al viento en marcha. Al último viento, me refiero. A ese que nos toca ahora, digamos. Al que hoy existe. A ese que anda por ahí y mueve incluso algunas cosas. Existiendo justamente como la huella del otro. Como testimonio de la ausencia del otro. Y claro, así como con el viento, si lo pensamos, viene a ocurrir con todo. Porque todo necesita algo previo, me refiero. No para retenernos ni sujetarnos. Tampoco para amarrarse a nuestros pies, como raíces. Lo necesita más bien para cedernos el lugar. Para que su desaparición nos haga aparecer y reconocer que ahora somos. No antes, sino ahora. Justo ahora. Cuando lo anterior se extingue en un impulso que no hace más que despertarnos. En ese leve impulso que nos lleva a escena. Un pequeño empujón que nos deja entonces justo en nosotros mismos. Materia convertida en fuerza que llega hasta nosotros y desaparece, en cuanto nos hemos puesta en marcha. Transformada, si quieren, aunque no es eso. Desaparecida en nosotros, más bien, como en un sueño. O como un viento que impulsa un sueño. Eso, antes de callarme, digo yo.

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