sábado, 20 de agosto de 2022

Estafado.


Me estafaron.

Otra vez, pero ahora no es tan grave.

¿Qué fue esta vez?

Una caja de fósforos, simplemente, que no traía fósforos.

Y es que, en vez de aquello que debía contener,
traía un montón de palitos sin material alguno extra.

Sin nada en sus extremos, digamos.

Palitos planos, nada más.

Fósforos sin fósforo o como sea que se llamen.

Lo cierto es que ya ni sé cómo decirles.

De todas formas, el punto aquí es que me estafaron, y eso basta.

Y tengo todavía en mis manos la cajita mientras tecleo estas palabras.

Ni siquiera una denuncia.

Un testimonio, apenas, de un hecho que pronto olvidaré si no lo escribo acá.

Una caja de fósforos sin fósforo.

Mire usted.

La tengo todavía porque no supe qué decirle al que me la vendió.

Además, sé que no fue él el responsable de la estafa.

O no me lo imagino, al menos, dándose el trabajo de cambiar su contenido.

Por otro lado, debo reconocer que detrás de la estafa hay también otra sensación.

Una que no es tan mala.

Una sensación que se basa en la idea de una valoración distinta.

Algo parecido a lo que ocurre, probablemente, con las monedas mal acuñadas.

Observo entonces la caja y pienso que puede convertirse fácilmente en un amuleto.

O hasta en un símbolo de algo que aún no sé.

Me estafaron, en resumen, pero está bien.

Otra vez, digamos, pero no es tan grave.

Mire usted:

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