domingo, 24 de julio de 2022

Antes pagaban por donar sangre.


Antes pagaban por donar sangre.

Lo hacían al menos en una clínica privada en la que yo donaba dos veces al mes.

Podías hacerlo firmando unos cuantos papeles y pasando un breve chequeo médico.

Solo una vez, recuerdo, no me permitieron donar.

Me dijeron que esperara una semana y no habría problema.

Recuerdo que, en esa oportunidad, quería el dinero para comprar un libro de Carlos Fuentes.

Era una primera edición, a muy bajo precio, que estaba entre los saldos de una librería pequeña.

Como de todas formas quería el libro, fui hasta el lugar a tratar de esconderlo.

A dejarlo tras otro montón de textos, me refiero, para evitar que alguien más pudiese comprarlo.

Mientras lo escondía, descubrí otros que también me interesaban.

Uno de Salvador Sainz, otro de José Agustín, un par de Agustín Yáñez.

Puros mexicanos, pienso ahora.

En ediciones Joaquín Mortiz.

Los escondí todos, por supuesto.

Pasaron los días.

Antes que se cumpliese la semana fui nuevamente a la clínica.

Llevaba también un par de libros que pensaba vender, para completar el pago por los que quería.

La encargada del chequeo se rio al verme y me preguntó por qué tanta insistencia.

El dinero que pagaban no era mucho, además.

Mientras llenaba nuevamente los datos le conté de Cambio de piel, de Se está haciendo tarde, de Ojerosa y pintada

Como no había nadie más (yo iba a primera hora), supongo que le hablé bastante de ellos.

Incluso cuando estaba en la camilla, seguí haciéndolo.

Luego me quedé a solas, bombeando sangre.

Al salir, ella dijo que tenía algunos libros que me podía donar.

Yo le agradecí, pero le dije que no me gustaba obtenerlos de esa forma.

Además, bromee, solo se podía donar sangre en ese sitio.

Entonces me fui.

Ahora que lo pienso, tal vez no debí decir “donar”, en ese caso.

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