domingo, 7 de marzo de 2021

Sonó el teléfono una vez.


Sonó el teléfono una vez.

Lo dejé sonar, sobre la mesa.

Ni siquiera me acerqué a ver quién llamaba.

Luego sonó una segunda vez.

Y después una tercera.

Por lo general, no contesto cuando suena más de dos veces.

Y es que no me gusta enterarme de emergencias.

Si embargo, esta vez, miré de reojo el celular y observé quién llamaba.

En la pantalla, mientras sonaba, reconocí mi nombre.

Incluso mi número telefónico estaba ahí, indicado en la superficie.

Tal vez por eso, fue que tomé el celular entre mis manos y pensé en el significado de todo aquello.

Lo dejé sonar de todas formas, mientras pensaba en qué momento me había agregado de contacto.

Y qué cosa tan importante, tendría yo que decirme a mí mismo.

Por si acaso, busqué en el buzón de voz, para ver si me había dejado un mensaje.

Pero lo encontré vacío.

Todavía pensaba en eso cuando el teléfono volvió a sonar.

Y claro, nuevamente era mi nombre el que aparecía en pantalla, y mi número.

Lo pensé unos segundos y decidí contestar, aunque debo confesar que temía escuchar, aquello que tan insistentemente quería decirme.

Hola, dije entonces, para animarme hablar.

Hola, contesté, desde el otro lado.

Luego hablamos durante casi media hora, hasta que, de cierta forma, ambos quedamos tranquilos comprendiendo lo mismo.

Por ello, cortamos la llamada amistosamente.

Solo por probar, esa misma noche, busqué en mi celular mi propio contacto, pero esta vez nadie contestó.

Llamé varias veces incluso, pero seguí sin contestar.

Y me sentí apenado, extrañamente, pensando que no volvería a saber de mí, quién sabe en cuánto tiempo.

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