sábado, 13 de marzo de 2021

Nada es más triste que matar a un mago.


No llores, me dijo.

Nada es más triste que matar a un mago.

Y que yo sepa tú no has matado a ninguno.


Entonces, aunque me pareció absurdo, dejé de llorar.

Ni en magos ni en magia creía; ni en vidas ni en muertes.

A mago alguno había matado.


No llores hasta que sepas por qué lloras, dijo entonces.

Aprende de las cosas, de las piedras.

Por otro lado, sabes que has aguantado mucho más que esto.


Estuve tranquilo unas horas, luego de aquello.

Pero entonces desperté sobresaltado.

¿Cómo saber si es que he matado un mago?, me dije.


Eso me pregunté mientras el corazón latía a prisa.

Mientras mi corazón latía a prisa.

Tal vez, sin saberlo, he matado un mago, me dije.


Así eran las cosas, descubrí: no se saben.

Un mago que no sabía que era mago, me dije.

Algo así como los recuerdos esquivos de las cosas.


Aún así, el llanto que debía volver no volvía.

El dolor era parte de la carne y era indistinto todo.

Deja ir tus emociones, dijo entonces.


Su voz daba confianza.

Parecía segura y tranquila.

Vivir de esa forma, me decía, es siempre el mejor camino.


Confieso que hice aquello por un tiempo.

Hasta que el asco pudo más y comencé a expulsarlo poco a poco.

Por mis poros salió sangre para recordarme quién soy.


Lloré entonces, aunque no supe por qué.

Por mis emociones y por la forma en que ella ocultaba las suyas.

Por la forma en que se arruinan todas las cosas.


Y es que todo hombre, tal vez, es de alguna forma un mago.

Hecho para un propósito que ya se cumplió.

Nada es más triste que perder, lo que es necesario.

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