Doblas con cuidado los pliegues.
La guardas.
Secretamente guardas esa última hoja en blanco.
Nada de palabras.
Nada de grandes ideas.
Todo aquello tiene caducidad próxima.
Simplemente escondes la hoja.
Dentro de un libro.
Bajo una piedra.
O hasta en un lugar secreto.
Poco importa aquello, realmente.
Solo importa guardar la hoja en blanco.
Y es que no la guardas para ti mismo.
No es para ti mismo, me refiero, ni para salvar a los otros.
No existe, hoy por hoy, esa grandeza.
Dicho esto, la hoja en blanco es más bien, un espacio de silencio.
Un silencio escogido y necesario.
Un gracias dicho bajito, para que los otros lo busquen, de alguna forma.
Una palabra que guardas en ti mismo, digamos.
Un secreto.
Un secreto para que los demás lo encuentren.
Así, vuelves a preocuparte de los pliegues.
Observas incluso el blanco de la hoja, y lo valoras.
Te inclinas ante el blanco de la hoja.
Solo entonces lo guardas.
En medio de la noche, lo guardas.
Como la posibilidad del alba, en medio de la noche.
Como la posibilidad de un silencio, en el silencio.
Y es que a veces basta aquello, para que la paz esté más cerca.
O para que el corazón duerma descansado, al menos una noche.
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