Esta vez Caín lo pensó dos veces. Puede que tres,
incluso. Ni él mismo lo sabía, con claridad. Y es que si bien era cierto que
Abel era el predilecto, la primera y desagradable sensación que esto le produjo
fue cediendo paso, poco a poco, a una especie de calma. Algo que podría
nombrarse incluso como la tranquilidad de no ser visto, o hasta de ser ignorado
por Dios. Por esto, Caín decidió no complicarse la vida y dejó que su hermano
recibiese las atenciones y el agradecimiento. Con todo, se percató entonces,
Dios lo miraba de reojo y parecía cuestionarlo, aunque sin exigencias directas.
-¿Por qué no lo haces? –le preguntó Dios, de
improviso.
Caín no respondió.
-¿Acaso no te agitas ante la injusticia? –agregó Dios-.
¿Acaso tus manos no se empuñan para ir en contra de quien te ha quitado el
favor?
-También es favor no ser visto –contesto Caín, sin
levantar la vista-. El privilegio de tenderse sobre la Tierra totalmente libre…
sin deseos que me impulsen a disputar con otros.
-Pero no es justo –insistió Dios.
-Mi justicia es la paz de no ser visto –contestó Caín.
Dios rezongaba, en tanto, mientras escuchaba.
Así, este tipo de conversaciones se repitió durante
varias semanas, hasta que Dios se aburrió y se tendió un día de espaldas, sobre
la Tierra, observando el cielo vacío.
-Voy a hacer de cuentas que Caín lo mató, de todas
formas –se dijo Dios-.
Luego, la historia que conocemos siguió, sin
mayores cambios.
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