De vez en cuadro logro ver pequeños seres de los
creados por Redon.
Todos son extrañamente reconocibles y parecen
buscar, insistentemente, un pasadizo para poder llegar donde su creador.
Son pequeños y simpáticos y a veces andan con
pequeñas frutas bajo el brazo.
Intenté hablar con uno azul que cargaba una cereza,
pero me ignoró y siguió con su marcha.
Finalmente, decidido a poder verlos más de cerca,
me fabriqué una máscara de Odilon y me dediqué a esperarlos.
Fueron llegando de a poco y se instalaron cerca de
mis pies.
Llegué a contar sesenta y siete.
Y claro… quizá me confié demasiado, pero lo cierto
es que uno de los seres que
se había encaramado por mi espalda buscó
con cuidado y descubrió los elásticos de mi máscara.
Minutos después empezaron los murmullos.
Luego comenzaron a irse algunos.
Yo, por cierto, no intenté detenerlos.
Ni siquiera di explicaciones.
Creo que uno me lanzó un garabato.
Otro me arrojó un cuesco de damasco.
Unos cuantos en blanco y negro se quedaron haciendo
guardia, tratando de parecer amenazantes.
Un par de horas después, sin embargo, hasta los que
parecían más amenazantes se fueron.
Solo entonces, decidí sacarme la máscara y descansar
mi postura.
Justo entonces, sorpresivamente, un último ser
salió desde dentro de un zapato.
Y bueno… me llamó por mi nombre y se sentó en una
de mis rodillas.
Como era lo suficientemente pequeño como para no
comprender, decidí sincerarme y confesar la verdad:
-No soy Odilon Redon –le dije.
-Ya lo sabía –me contestó, con sencillez.
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