Esta mañana me desperté porque oí golpear una puerta.
Toc, toc, sonaba la puerta.
Y claro, fui hasta la única puerta que había cerca.
La abrí.
No había nadie.
Miré fuera, pero además de un pequeño árbol de naranjas, no había
nadie.
Luego me acosté de nuevo.
Entonces leí un poco de A sangre
fría, y anoté unas preguntas para una prueba.
Y claro, volví en ese instante a escuchar el sonido de los golpes en la
puerta.
Toc, toc, sonaron los golpes.
Esta vez, sin embargo, me quedé inmóvil, intentando escuchar bien desde
dónde venía aquel sonido.
Concluí, así, que no venía de la puerta.
Sentía el ruido cerca, pero no sabía dónde, así que comencé a recorrer
el lugar.
Era extraño, pero el sonido parecía estar siempre junto a mí, no
importaba dónde fuese.
Eso pensaba cuando me encontré frente a un espejo y vi que reflejaba
algo extraño.
Es decir, me reflejaba a mí, claro, pero se veía algo bajo la polera,
como un bulto.
Toc, toc, sonaba justo ahí,
bajo la polera.
La levanté.
Unos 10 centímetros sobre mi ombligo había una manilla, de puerta, de
esas redondas.
Recuerdo que entonces pensé que ese tipo de manilla era fome, en vez de
asombrarme.
Luego sin pensarlo demasiado, giré la manilla.
¿Y saben…? Creo que me va bien cuando no pienso demasiado.
Lo digo porque se abrió una especie de puerta y salió un pollo.
Uno amarillo y simpático y un poco inquieto que no se dejaba tomar.
A veces se caía de lado porque intentaba caminar en un piso de
cerámica.
Entonces, lo vi avanzar hasta el escritorio en que trabajo y saltar de
un brinco a la silla.
Luego se quedó ahí.
Segundos después subió hasta el
escritorio, donde estaba el notebook, y golpeó el teclado con el pico.
Siete veces golpeo teclas, escribiendo en el archivo donde estaba
haciendo la prueba de A sangre fría.
Toc, toc, escribió. Hasta con
la coma intermedia.
Luego me miró y aleteó, como si quisiera decir algo.
-¿Qué quieres? –le pregunté.
-Pío, pío… -me dijo.
La conversación era inútil y poco original, pensé.
Así, como la conversación no era fructífera, el pollo saltó hacia mí, a
la altura del estómago.
Entonces, comprendí que quizá quería irse.
Levanté mi polera y el pollo aleteaba, desesperado.
-¿Seguro que quieres irte tan pronto? –le pregunté.
-Pío, pío… -respondió.
Yo lo tomé por un sí.
Por último, lo levanté con cuidado y volví a meterlo por la puerta que
había salido.
La manilla desapareció entonces, como por acto de magia.
Vaya a saber lo qué buscaba el pobre!...sea lo que fuere...parece que no lo encontró
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Vian, ya va a ser viernes...
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