martes, 24 de octubre de 2023

Rostros en las piedras.


I.

Un hombre, en una ciudad costera, pintaba rostros en piedras y los vendía a los turistas.

Retratos que buscaban ser serios, digamos, no caricaturas.

La forma de la piedra, por lo general, ayudaba a que el rostro pintado tuviese un relieve real, y ayudaba al mismo tiempo a que cada obra fuese única.

Los rostros que pintaba, por otra parte, tampoco tenían una base común.

Es decir, las facciones, el tipo de mirada, el grosor de los labios… todo en ellos variaba.

Además, nunca seguía un modelo.

Con esto quiero decir que no buscaba retratar a gente específica en esas rocas, sino que eran rostros que él “sacaba de otro sitio”.

Eso dijo, al menos, cuando lo oí hablar con otra persona que le preguntaba por su trabajo.

Yo le compré una piedra, por cierto, pero no crucé ninguna palabra con él.

La tomé desde el lugar donde las exponía y le di el dinero correspondiente, nada más.

Así fue.


II.

La piedra que compré tenía un rostro bastante común.

Era de un tono pálido, y el rostro estaba dibujado -como todos-, con pintura negra.

Los rasgos no eran del todo simétricos, pero de todas formas daban una expresión natural.

Era un rostro, me refiero, a fin de cuentas.

En este sentido, podría decirse que aquel rostro tenía identidad, aunque carecía de un nombre.

Justamente lo contrario que la mayoría de nosotros.


III.

Años después -por razones muy extensas de explicar-, la roca con aquel rostro fue lanzada al fondo de un lago.

Intenté recuperarla, poco después, pero no logré dar con ella.

El hombre que las pintaba, por cierto, murió -según dicen-, en una riña callejera.

No tenía familia, pero en su tumba pusieron varias de las rocas que él vendía.

Supongo que esos rostros -como los de todos-, se irán borrando, con el tiempo.

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