miércoles, 4 de octubre de 2023

Lo veo esa vez.


Lo veo esa vez. Pasa el tiempo, pero lo sigo viendo esa vez. Sentado, más abajo. Yo estaba en un lugar alto, digamos, entre unos árboles. Él en medio de una cancha de fútbol improvisada, sentado. Al fondo, más lejos se ve un lago. No muy lejos, en todo caso. El borde de la cancha está marcado. Desgastado. Trotamos por ahí todos los días, desde hace diez, y ya se ha hecho esa marca. Ahora está sentado, leyendo. Dice que no le gusta leer, pero si empieza algo suele pasar largo rato concentrado, un poco absorto, terminando la lectura. Lo que lee es “Matadero cinco”, de Vonnegut. Yo se lo pasé. Lo llevé junto a otros libros que ya, en su mayoría, terminamos. Los dejaba por ahí, a la vista. Luego él los tomaba. Preguntaba un poco sobre ellos, luego tomaba alguno. Así había ocurrido con el de Vonnegut. Y así lo veo, desde esa vez. No es que no lo vea de otra forma, desde entonces, pero de alguna forma son imágenes que se sobreponen. Como distintos sellos de agua que puedes reconocer según el ángulo en que ubicas la imagen. Una conversación. Jugando algo. Riendo por algo absurdo. Preparando el fuego de un asado. El presente solo es otro de esos momentos. Tan valioso como esos otros. El sol los atraviesa a todos. Desde que lo vi nacer hasta un último momento. Todo está unido por la misma luz. Verdades que están y no pueden decirse. Hebras de luz, probablemente. Sí, hebras de luz.

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