viernes, 31 de marzo de 2023

El telón.


Estoy con ella, creo. Sentados uno al lado del otro en unas butacas. Las butacas son negras y están algo desgastadas. Un tanto rígidas, también. Yo también, ahora que lo pienso, estoy un poco como esas butacas. Dudo si es ella la que está al lado, pero prefiero no comprobarlo. En cambio, observo el entorno. Estamos sentados en una de las primeras filas en un teatro. Está ingresando gente, todavía. Varios solos, unos pocos, en parejas. No parece haber apuro. El teatro no se va a llenar. Probablemente solo la mitad de los asientos se ha ocupado. Sobre mis piernas tengo un libro. Un libro grueso, con letra pequeña. Creo que es Salto Mortal, de Kenzaburo Oé. De entre sus páginas sobresale un marcador, poco antes de la mitad del libro. Sigo observando. El teatro en el que estamos es antiguo. Tiene un escenario alto y aparentemente profundo. Puedes adivinarlo, aunque no se ve, pues está cubierto por un gran telón. Sí, es uno de esos teatros antiguos, que todavía abren y cierran el telón al comienzo de sus presentaciones. Es entonces cuando las luces bajan un poco y todo da a entender que la obra va a comenzar. Estoy atento mirando el telón, pero también la percibo a ella, de alguna forma, a un costado. Comienzan en ese instante a escucharse leves chirridos metálicos. Al parecer se produce pues han comenzado a abrir el telón. Algo se ha enganchado, al parecer y el mecanismo no funciona. Se siente el forcejeo hasta que algo parece quebrarse. El telón cae, lentamente a pesar de todo. Todo se llena de polvo. Las telas se amontonan el escenario y algunos asistentes gritan, asustados. Tras las telas caídas, sobre el escenario, pueden verse los actores, cada en uno en su lugar de inicio, sorprendidos también y en la posición en que comenzaban a actuar. Todos están quietos observando directamente al público. La situación es extraña, pero no peligrosa. Incómoda, tal vez. Entre el polvo y los murmullos decido entonces ponerme de pie. Y aplaudo. Muy fuerte y honestamente aplaudo. Los actores se miran, incómodos y uno incluso me pareció que comenzaba a inclinarse. Yo sigo aplaudiendo un rato más. Nadie se suma a mis aplausos y permanecen en silencio. Pasados unos segundos me voy del lugar. Salgo por entre las butacas y comienzo a buscar la salida. El polvo se me ha metido a los ojos que me lagrimean un poco. También lo siento en la garganta. Mientras avanzo, recuerdo que he dejado el libro, sobre mi butaca. No me devuelvo, en todo caso. Decido dejarlo atrás. La gente me observa, mientras salgo, pero no me juzga. Tampoco se juzgan a ellos mismos. Mientras algo del lugar concluyo que nadie, en definitiva, es digno de hacerlo.

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