miércoles, 8 de marzo de 2023

Puedo.


Puedo, le dije.

Luego callé.

Sé que algo pasó entonces pero no recuerdo qué.

De hecho, poco después, olvidé incluso de qué hablábamos.

Como eso me angustiaba, disimulé un poco.

O al menos intenté hacerlo.

Observé el entorno.

La observé a ella, también.

Me quedé serio, simulando seguridad.

Y dejé pasar un rato.

Creo que mientes, dijo ella de pronto.

Es más, creo que sin saberlo mientes, agregó.

Si eso es cierto, le dije, luego de un rato, ciertamente no podría saberlo.

Ella guardó silencio mientras analizaba mis palabras.

Finalmente pareció aceptarlas.

Entonces, para demostrarme su buena voluntad, ella me regaló un conejo blanco.

Uno pequeño, que cargaba en un bolsillo.

¿Y para que quiero yo un conejo?, le pregunté entonces.

Ella no contestó.

Yo volví a insistir con la pregunta.

No puedo saber para que lo quieres, me dijo luego de un rato.

Ese querer está en ti.

Es cierto, acepté.

Nos quedamos en silencio mientras yo observaba el conejo.

Se llama Dylan, dijo ella.

Yo no contesté.

El conejo era tan pequeño que cabía en la palma de mi mano.

No se movía mucho, aunque sus ojos observaban en todas direcciones.

Si lo vas a tener en tus manos debes tener cuidado, dijo ella.

Podrías apretarlo sin darte cuenta y matarlo fácilmente.

Asentí.

Como no tenía bolsillos ni tampoco mochila o algo similar, no sabía cómo llevar al conejo.

La miré entonces, pensando en si debía o no devolvérselo.

Ella también me miró.

De pronto, extrañamente, volví a olvidar de qué estábamos hablando.

Puedo, me oí decir entonces, en medio de una conversación que nuevamente no comprendía.

Ella parecía asombrada.

Asombrada y algo molesta, si soy sincero.

Tal vez por esto, preferí callar, esperando que ella continuara con la conversación.

Pero claro... ella no lo hizo.

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