sábado, 24 de diciembre de 2022

Un chivo.


Un chivo amarrado a la reja de un cementerio.

Lo juro.

Igualito que en un texto de Onetti.

Solo que ese chivo, según recuerdo, estaba cojo y viejo.

Este en cambio se veía joven.

Un cabrito, apenas, gris y blanco.

Inquieto.

Mordisqueando unas malezas, en principio, y después su propia cuerda.

De vez en cuando subo en bicicleta hasta ese lugar.

No es que ingrese al cementerio, pero ese es el sitio en que decido dar la vuelta.

A veces, sin embargo, me detengo un poco en fuera del cementerio.

Me bajo de la bicicleta por un momento, me estiro un poco y tomo agua.

Casi nunca veo gente, en aquel cementerio.

No en grupos grandes, me refiero.

Esta vez, además del chivo, vi a un grupo de señoras, un hombre y un par de niños.

Me asombró ver que a los niños no les llamó la atención el chivo.

Pasaron junto a él, simplemente, como si no lo hubieran visto.

Yo, en cambio, no podía apartar la vista de aquel chivo.

Pensé en acercarme, incluso, pero mientras lo hacía el animal terminó de morder su cuerda, hasta cortarla.

Corrió entonces, por fuera del cementerio, alejándose del lugar por una calle lateral, poco transitada.

Se escuchaban ladrar los perros, en esa calle.

Finalmente, me quedé largo tiempo en el lugar, tal vez esperando que saliera alguien que buscara el chivo, para decirle hacia dónde había ido.

Ninguna de las personas que salió, sin embargo, parecían buscarlo.

Antes de irme, quise tomar una foto al trozo de cuerda que quedó en la reja, como testimonio de la presencia del chivo.

Igual no es más que un trozo de cuerda, me dije.

No prueba nada.

Así y todo, tomé la foto.

La observé.

Un trozo de cuerda en una reja, pensé.

Ni siquiera parece un cementerio.

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