sábado, 5 de diciembre de 2020

Té.


I.

Preparas té que luego no te tomas.

Con delicadeza los preparas.

Cuidas cada paso, dejas reposar lo suficiente.

Buscas la taza adecuada.

Luego quedan ahí, servidos, como si fuesen para alguien más.

Demasiada delicadeza, tal vez.

Demasiada, digamos, para ti mismo.


II.

No te gusta recalentar el té.

Prefieres botarlo, sin duda, y luego preparar otro.

Alguna vez lo serviste en recipientes especiales y luego vaciabas en tazas pequeñas.

Era un rito, casi… o al menos una ceremonia.

No es una época tan distante, si lo piensas.

Todo el pasado, además, está siempre a la misma distancia.


III.

No ves el color real, del té, cuando lo aprecias desde la superficie de la taza.

Solo puedes saberlo si lo sirves en tazas de vidrio.

Entonces la luz llega a él desde otras direcciones y el líquido no puede ya
ocultarse en sí mismo.

De todas formas, si lo piensas, no puedes culparlo de hacer eso.


IV.

El aroma del té, tal vez, es lo que te agrada.

O la delicadeza y el cuidado que no dedicas a nada más.

Puedes preguntártelo, o elegir simplemente seguir haciéndolo.

Digamos que esa es, al menos, una decisión tuya.

La luz te llega, aunque lo ignores, desde todas direcciones.

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