miércoles, 23 de diciembre de 2020

Polillas.



No hablaré de polillas porque abundan en este lugar.
Chocan contra las cosas, revolotean perdidas, se fijan en las paredes. 

No hablaré de polillas porque ya ni siquiera buscan luz. 

Porque ya ni siquiera sé si son polillas. 

Y porque uno debe hablar de lo que falta, no de lo evidente. 


He buscado soluciones, no crean que solo me quejo. 

Apagué las luces, por ejemplo, para que busquen otro sitio. 

Compré insecticidas, espanté unas cuantas y hasta llené de vinagre las paredes. 

Finalmente, llamé a unos expertos para que se hicieran cargo del problema. 

Ellos me hicieron preguntas y me pidieron abandonar la habitación. 

Por un momento me sentí culpable, aunque no sabía bien de qué. 

No podría dormir en aquel sitio durante al menos tres días. 


Fui entonces a buscar donde dormir. 

Un lugar seguro, digamos, en primera instancia. 

Pregunté a parientes, amigos, conocidos… 

Y en realidad me acerqué a cualquier lugar en donde viese luz. 

Pero todos me miraron incrédulos y sentí que cuestionaban, de cierta forma, mis palabras. 

Me molestó, pero no los culpo. 

La gente siempre sospecha del hombre solo. 


Dormí en un parque, finalmente, bajo la luz de un farol. 

Había polillas por supuesto, pero al aire libre todo resultaba menos agobiante. 

No me detendré a hablar de ellas, sin embargo, pues no debe hablarse de lo evidente. 

Esa es una premisa, digamos, que intento respetar. 

Quien tiene oídos, que oiga.

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