sábado, 27 de octubre de 2012

Vian el destripador.


I.

No hay móvil. Ese es siempre el truco del asesinato perfecto.

Sin embargo, -reconociendo incluso la ausencia de un motivo explícito-, debe existir al menos una idea tras cada muerte. Un querer demostrar algo, me refiero… Un propósito oculto incluso para el asesino.

En este sentido, bien podría afirmarse que todo asesinato presupone una búsqueda, aunque no necesariamente se tenga claro qué es aquello que se busca, entre la sangre.

Y es que debe haber sangre, cuando se trata de un verdadero asesinato. Y debe haber búsqueda cuando se encuentra sangre.

Esas son las premisas de todo asesinato.


II.

¿Es asesinar destripar a un muerto?

Lo pregunto porque me tocó una vez asistir a una autopsia cuando era pequeño.

No fue una invitación formal ni una acción realizada con el protocolo correcto.

-¿Quieres retirar los intestinos? –me preguntaron esa vez.

Y yo lo hice.


III.

Destripar un muerto es como destriparse a sí mismo.

Descubrir que en gran parte somos contenedores de tripas y cuestionarnos entonces por la existencia de todas aquellas cosas para los que no se tiene realmente un espacio, ahí dentro.


IV.

Yo estaba seguro de mis creencias, pero saqué tripas y ya no fui el mismo.

Aspiré ese hedor que sale de la carne del hombre cuando está abierta y la sangre se seca.

Estoy seguro que cuando aspiras ese aire algo se mete dentro tuyo y ya no sale.

También vi el corazón de un hombre muerto.


V.

Si queremos aprender a vivir debemos matar un hombre mientras podamos.

Y claro: podemos probar con el resto o simplemente intentar con nosotros mismos.

Esto, ya que no comprenderemos el valor de la vida si no lo hacemos y hasta pensaremos, erróneamente, que nuestras manos están limpias.

Y es que una vez que asesinas a alguien comprendes que todos, de cierta forma, son tan partícipes del asesinato como tú mismo.

Dios mismo, incluso, es un cómplice silencioso.

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