I.
No hay móvil. Ese es siempre el truco del asesinato
perfecto.
Sin embargo, -reconociendo incluso la ausencia de
un motivo explícito-, debe existir al menos una idea tras cada muerte. Un querer demostrar algo, me refiero… Un
propósito oculto incluso para el asesino.
En este sentido, bien podría afirmarse que todo
asesinato presupone una búsqueda, aunque no necesariamente se tenga claro qué
es aquello que se busca, entre la sangre.
Y es que debe haber sangre, cuando se trata de un
verdadero asesinato. Y debe haber búsqueda cuando se encuentra sangre.
Esas son las premisas de todo asesinato.
II.
¿Es asesinar destripar a un muerto?
Lo pregunto porque me tocó una vez asistir a una
autopsia cuando era pequeño.
No fue una invitación formal ni una acción
realizada con el protocolo correcto.
-¿Quieres retirar los intestinos? –me preguntaron
esa vez.
Y yo lo hice.
III.
Destripar un muerto es como destriparse a sí mismo.
Descubrir que en gran parte somos contenedores de
tripas y cuestionarnos entonces por la existencia de todas aquellas cosas para
los que no se tiene realmente un espacio, ahí dentro.
IV.
Yo estaba seguro de mis creencias, pero saqué
tripas y ya no fui el mismo.
Aspiré ese hedor que sale de la carne del hombre
cuando está abierta y la sangre se seca.
Estoy seguro que cuando aspiras ese aire algo se
mete dentro tuyo y ya no sale.
También vi el corazón de un hombre muerto.
V.
Si queremos aprender a vivir debemos matar un
hombre mientras podamos.
Y claro: podemos probar con el resto o simplemente
intentar con nosotros mismos.
Esto, ya que no comprenderemos el valor de la vida
si no lo hacemos y hasta pensaremos, erróneamente, que nuestras manos están
limpias.
Y es que una vez que asesinas a alguien comprendes
que todos, de cierta forma, son tan partícipes del asesinato como tú mismo.
Dios mismo, incluso, es un cómplice silencioso.
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