miércoles, 17 de octubre de 2012

La fuga.


Planeamos la fuga por largo tiempo.

Hicimos mapas, ordenamos datos, asignamos roles.

Nada debía ser dejado al azar.

Juntamos provisiones.

Fijamos la fecha.

Todo debía resultar perfectamente.

Yo, contrariando las normas, llené mi bolso de libros.

Me sorprendí incluso guardando uno escrito en japonés.

Nunca he sabido cómo se llama, por cierto, aquel libro.

En tanto, acordamos no despedirnos de nadie, para no levantar sospechas.

Honestamente, sin embargo, creo que despreciábamos en secreto a los que no partían.

Ellos no saben, no quieren, son tibios, pensábamos.

Y así nos sentíamos superiores.

De hecho, ahora que lo pienso, quizá era por eso que nos fugábamos.

Nos incomodaban los quietos.

Queríamos salir de ahí.

Fue así que llegó el día de la fuga.

Él dormía y nosotros estábamos listos.

Todos con alimentos, abrigos y yo con mis libros.

Comenzamos el escape.

La oscuridad nos protegió de los vigilantes.

Todo salió a la perfección.

Así, en el tiempo asignado, resultó que estábamos libres.

Es decir, cumplimos todos los pasos y estábamos lejos de los quietos.

Casi de inmediato, sin embargo, nos dimos cuenta que no habían más pasos.

Y claro, fue entonces que descubrimos que no bastaba con la fuga.

Nos miramos entre todos.

Comenzaba a oscurecer.

Algunos sacaron provisiones.

Otros propusieron regresar.

Yo saqué un libro.

Tuve que fingir, sin embargo, porque saqué el texto en japonés. Y porque estaba oscureciendo.

Con todo, sentí que lo comprendía.

Sin descifrar ni un signo, pero esa sensación tenía, extrañamente.

Por último, tomamos una decisión definitiva.

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