miércoles, 3 de octubre de 2012

Una colección.


Es una historia fea y hasta repulsiva, pero es cierta. Y claro, la certeza hace que contenga un valor que rescato y que me lleva hoy a narrar brevemente la situación.

¿De qué hablo?

Sencillo: hablo de un hombre que coleccionaba apéndices.

Lo conozco porque una vez pensó en montar una exposición y quería que alguien le preparara una reseña para su muestra.

Al principio, pensé que se trataba de apéndices de libros, pero apenas entré al taller me di cuenta del error.

-No soy artista –me dijo-. Trabajo como auxiliar de enfermería y llevo varios años recolectando apéndices... pero algunos que conocen la colección me han planteado la posibilidad de ingresar al mundo del arte…

Yo lo escuchaba en silencio.

Así, el tipo me contó que gracias a una serie de contactos y al escaso interés que despertaba la conservación de estos órganos, le había sido fácil llegar en algunos años a la no despreciable suma de 20.000 apéndices.

-Y no se trata solo del número –agregó-, tengo apéndices que igualan el récord guinness de tamaño, o algunos con formas extrañas… como uno que parece un violonchelo, por ejemplo… u otro que parece tener un rostro dibujado, entre sus pliegues…

Mientras lo escuchaba tomé apuntes y traté de mostrarme interesado.

Como idea, debía admitir, era algo que podía dar frutos… Es decir, hablar de todos esos apéndices era casi como hablar de un monumento al sinsentido… una apología a eso que cargamos dentro de nosotros y que no sirve para nada, salvo para producirnos ciertos problemas, llegado el caso…

Así, vistos en su conjunto, los apéndices bien podían ser dispuestos como habitantes de una ciudad. Confeccionarles pequeñas ropas y sentarlos en pupitres… hacer analogías a partir de trabajos fotográficos… cosas de ese estilo, imaginaba.

Con todo, mientras pensaba en aquello, sentía –como suele ocurrirme en esos casos-, una cierta desazón a partir del nulo sentido que siempre ha tenido para mí el participar en esas acciones perdidas… supuestamente vinculadas con el mundo de arte, pero que terminan transformándose simplemente en otro apéndice… una masa sin función necesaria, por decirlo de alguna forma.

Y es que es fácil caer en la denuncia del sinsentido. Es fácil jugar con la sensación postmoderna y creer que el arte denuncia algo cuando simplemente da vueltas sobre una idea que no permite llegar a ningún sitio.

-¿Y qué dice? –me preguntó entonces aquel hombre-. ¿Se anima a elaborar unos proyectos y meternos de lleno en el mundo de arte?

Yo guardé silencio.

Hubiese querido decirle que eso era algo sin propósito, y que me dolía llamar arte a aquello que se erguía como una catedral al vacío, pero al final elegí no hacerlo.

Por otro lado, pensaba, los apéndices no demostraban realmente que eran algo innecesario en nuestra vida… sino que nuestra vida, tal vez, estaba mal armada, si nos sobraba una pieza…

-Creo que no voy a tener tiempo… –dije finalmente aquella vez.

Y le desee suerte.

Finalmente, meses después, me enteré que mientras montaba una exposición en una galería en Buenos Aires, unos gatos se comieron gran parte de su colección.

No sé si será cierto.

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