Hay veces en que soy grosero.
En una oportunidad, por ejemplo, una amiga armó un
tremendo escándalo por una astilla que se le había clavado en un pie.
Estábamos en una especie de cabaña, en un lugar
hermoso. No había que ir a ningún sitio. Y la astilla ya había salido.
Fue entonces que le grité diciendo que daba lo
mismo la herida en la planta del pie, pues ella nunca iba a ningún sitio… si
incluso cuando caminaba no iba a ningún sitio… recalqué.
Y es que de cierta forma me pareció que lo hermoso
de ese lugar se estaba rompiendo. Que ella ensuciaba todo aquello quejándose de
no poder andar, porque era casi como adelantar la huida.
Pero claro, no me preocupé de explicarlo y solo
terminé siendo grosero.
De hecho, pienso ahora –recordando de paso otras
situaciones similares-, creo que soy grosero cuando no quiero explicar
sensaciones que el otro no tiene por qué comprender, al no ser yo.
Así, podría concluir que soy grosero cuando
constato la distancia que existe entre una sensación asociada a una experiencia
y la forma de percibir esa misma experiencia por parte de otro individuo.
Y es que cuesta reaccionar de buena forma cuando
nos sentimos incomprendidos y nuestras sensaciones, entonces, amenazan con
revelarse absurdas, desde la soledad de nuestro único y propio entendimiento.
Así, poco importa el lugar, la compañía o el
momento de nuestra vida en que la situación específica se produce. Lo
importante es que nuestra sensación es incomunicable y eso, extrañamente,
termina por dolernos, y nos acerca a reaccionar de forma extraña.
Esa vez estábamos junto a un lago. Soplaba un
viento agradable y la luna se reflejaba en el agua.
Y claro: yo creía estar decidiendo cosas
importantes de la vida.
Siempre creía eso.
Fui egoísta, pienso ahora.
Pero es un asunto difícil de sentir.
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