De vez en cuando había que ir a buscar a Tolstoi.
Y es que el viejo era porfiado.
Solía arrancarse de su finca,
renegar de sus libros
y hasta hablar de un extraño sentido del deber
que lo hacía caminar hasta el pueblo
para encontrarse con los campesinos.
Lo difícil,
es que a veces sus seguidores
lo escondían en lugares
prácticamente inencontrables,
por lo que su esposa,
atenta sobre todo al peligro
de poder perder sus bienes,
acostumbraba dar recompensas
a quién lograra traerlo de regreso.
Y claro,
debo reconocer que fue por una de esas recompensas
que me fui a buscar a Tolstoi,
aunque nada encontré en principio
salvo algunas pistas.
Por ejemplo,
había una viuda que tenía su abrigo,
y un niño que guardaba canicas
en el que había sido su gorro,
pero ambos, lamentablemente,
negaban con firmeza
saber sobre su paradero.
Entonces ocurrió que,
como trabajo de investigación,
como trabajo de investigación,
comencé a leer sus escritos:
grandes novelas, cuentos,
los tres diarios que escribía al mismo tiempo…
pero nada.
No había noticias sobre Tolstoi.
Encontré, sin embargo,
un pequeño colegio donde intentó dar clases,
y hasta hablé con los niños
que contaron que el viejito de barba
era incapaz de castigarlos,
y que hacía vista gorda
cuando ellos se copiaban en las pruebas.
Yo hasta le comía la colación,
confesó otro.
Días después, sorprendido,
comencé de pronto a notar que me acercaba,
cuando vi a un hombre caminar con las botas del viejo
y comprendí que las miradas de la gente se buscaban,
cómplices,
apenas yo hablaba del él
o pedía información concreta.
Así,
tras meses de búsqueda,
ocurrió que escuché a dos personas discutir
sobre a cuál de ellos
correspondía esa semana que el viejo
les limpiara la casa…
Y claro… podría contar detalles,
pero resumiré diciendo que encontré a Tolstoi.
Un poco desabrigado
y con un delantal de trabajo que no le venía,
pero lo encontré al fin y al cabo.
De vuelta a su finca,
el viejo no dejó de hablarme
de la pureza del hombre,
del amor de las personas
y del servir a los demás…
Así, mientras hablaba,
-y se llenaban sus ojos de lágrimas
y hasta arrastraba los pies-,
debo confesar que incluso
pensé en llevármelo
para que ordenara mi biblioteca…
Pero claro,
lo que Tolstoi decía era demasiado inverosímil,
pensé,
como para resultar confiable.
Días después,
-ya que el viaje se hizo lento
por las condiciones de mi acompañante-,
conseguí devolverlo a su esposa
quien lo llevó a regañadientes
hasta su lujosa habitación.
Luego no supe más de él.
A mí, en tanto,
me regalaron varios tomos de sus obras
empastadas en cuero
y con letras doradas.
-Es oro puro –mintió la mujer cuando me los entregó.
Yo, sin embargo,
no me hice complicaciones
y hasta fingí que le creía y me fui del lugar.
Nada es puro, me dije,
mientras avanzaba, lentamente,
por la nieve.
por la nieve.
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