miércoles, 29 de agosto de 2012

Giverny.



Una vez fui a Giverny.

Fue un viaje bastante improvisado aunque en realidad  yo deseaba ir desde hacía mucho, pues había escrito –sin terminar-, una serie de cuentos sobre los impresionistas, titulada provisionalmente, El hombre estanque.

Por cierto, Giverny es el pequeño pueblo donde Monet prácticamente se recluyó a pintar durante sus últimos años, centrándose principalmente en los estanques de nenúfares y obsesionándose con el trabajo de luz y composición de colores alcanzados en sus reproducciones.

Recuerdo que fui a pie desde Vernon –que era donde nos dejaba el tren-, un día de lluvia, por lo que llegué bastante empapado algunas horas después, un poco perdido, y algo sorprendido por la pequeñez y simpleza del lugar.

Por ejemplo, recuerdo que di con una sencilla iglesia que parecía abandonada, y que tenía en torno a ella varias tumbas, entre las que encontré, casualmente, la del propio Monet, que estaba por lo demás bastante descuidada.

Nadie en las calles, un pequeño museo cerrado y la casa del pintor sin acceso -pues solo podía visitarse en épocas no invernales, con los jardines florecidos-, fue lo que terminó de presentarme aquel lugar.

Con todo, recuerdo haber subido a las rejas a ver el interior, sin preocuparme de un señor que pareció apuntar con una escopeta, desde un costado de la casa.

Ahí estaban los estanques, el jardín –sin florecer, es cierto-, los puentes japoneses… y todo eso que me había preguntado mil veces cómo sería “en realidad”.

Y es que esa diferencia entre lo real y lo representado, entre el mundo que vivimos y el mundo que sentimos, es lo que realmente me llamaba la atención en los cuadros de Monet. Figuras difuminadas, flores en el agua… estanques que parecen descomponerse hasta revelar algo casi anterior a ellos… eso era lo que quería ver… la fuerza del artista para comprender el ser interno de ese medio… y bueno… toda una serie de cosas que, en teoría al menos, parecía yo entender bastante bien.

Con todo, creo que descubrí en ese viaje que en realidad no comprendía nada.

Y no tiene que ver con que el lugar no era todo lo hermoso que yo creía, o que el jardín y hasta los estanques me parecieron pequeños… lo que pasó fue que caí en el error de centrarme en un mundo que no sentimos, al menos desde nosotros… y me encontré de golpe frente a una serie de vacíos que intentamos a veces llenar con estanques que no son nuestros.

¿Suena muy extraño…?

Voy mejor a ser sincero, para aclararlo un poco.

Lo que pasa es que no viajé solo a Giverny.

Es decir, alguien caminó conmigo desde Vernon y yo me mojé junto a ese alguien antes de llegar a aquel lugar.

¡Qué pena, sin embargo, no poder decir que nos mojamos juntos!

Ella iba en el camino. Yo iba en el camino.

Ella quiso quedarse una noche en Giverny. Yo me quedé con ella.

Y es que así,  todos fueron momentos fallidos, y no creo que lográramos hacer algo realmente juntos.

Con todo, entendí tarde que ella reamente me quiso. Y que yo también la quise.

A ratos nos reímos. Nos ayudamos a subir la reja. E incluso, también, nos abrazamos bajo la lluvia…

Pero ella, sin duda, era para mí como ese estanque que no se puede comprender…. Y resulta que uno a veces se hunde, incluso por amor, en esos mismos estanques…

Y es que aunque suene estúpido, nunca entendí que me quería.

Nunca me sentí valioso.

Y claro: me equivoqué en ambas apreciaciones.

Así, me fui de Giverny sin volver a mirar el lugar de Monet, y dándole la espalda a esos estanques.

Nada de mirar atrás, me dije.

Nada ha de quedar de esa belleza.

Por eso, Giverny me recuerda hoy que nada sé del amor.

Nunca volveré a Giverny.

Yo soy el hombre estanque.

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