martes, 19 de diciembre de 2023

Una corbata a lunares.


I.

En mi vida he robado cosas.

Muchas cosas…

Sobre todo cosas absurdas e innecesarias.

Por ejemplo, una de las cosas más absurdas que he robado fue una corbata a lunares.

Fue hace años, en una tintorería en la que trabajé durante cuatro días.

Hoy ni siquiera existen tintorerías.

Pude robarme otras cosas en aquel lugar, pero lo cierto es que me robé esa corbata.

De hecho, en mi segundo día devolví un anillo de oro que se había quedado en el bolsillo de una chaqueta.

Y fue entonces que, en mi último día, justo antes de irme del lugar, me robé aquella corbata. (103)


II.

Antes de seguir, debo aclarar que el robo de la corbata no había sido, conscientemente, mi última acción en aquel lugar.

Me refiero a que yo pensaba seguir trabajando en aquel sitio.

Si no regresé a él, finalmente, fue por una serie de situaciones que hoy resultan difíciles de explicar, aunque por entonces me parecieron de lo más comunes.

Conocí a una mujer, me mordió un escorpión que debía formar parte del plato de una comida egipcia y descubrí que un cuento mío había sido publicado bajo el nombre de un amigo al que no veía hacía años.

Cómo sea, lo cierto es que no volví a aquel trabajo, y anduve con la corbata, como si se tratara de un talismán, durante casi tres meses.


III.

Poco antes que se cumplieran esos tres meses, fui a escuchar a un director de cine que iba a dar una charla en el salón de una universidad.

Mientras lo escuchaba, yo tenía la corbata a lunares, apretada, en una de mis manos.

Si bien lo tenía en muy alta consideración, mientras lo escuchaba, comencé a sentir que su discurso carecía de coherencia.

Era entendible, me refiero, pero sus palabras no reflejaban que él tuviese una visión de mundo asentada en convicciones.

O no al menos en convicciones profundas.

Tras comprender aquello, recuerdo haber mirado largamente la corbata a lunares, y culparla de cierta forma por haberme revelado esa verdad.

Hubiese preferido ignorarlo, le dije, mientras la metía en un sobre y anotaba en él la dirección de la tintorería.

Hasta entonces, nunca había regresado algún objeto que me hubiese robado.


Y claro, tampoco le había hablado directamente a ninguno de ellos.

Llevé el sobre a una oficina de correos y lo envié.

Sin remitente, pedí, solo envíelo así.

Y por un pequeño monto extra, me permitieron hacerlo.

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