sábado, 9 de diciembre de 2023

Coherencias.


I.

Si lo escuchabas atentamente descubrías que no tenía coherencia.

No lo digo como algo negativo, por cierto, solo les aseguro que carecía de ella.

Es decir, tenía coherencia local, probablemente, ya que sus frases parecían certeras y profundas, pero si te fijabas en el discurso completo descubrías que nada se sujetaba entre sí y que carecía, como decía antes, de verdadera coherencia.

-¿Y cómo diferencias tú la verdadera coherencia de la falsa coherencia? -me preguntaban sus defensores cuando yo me permitía comentar lo anterior.

Y claro, yo intentaba explicárselos, pero supongo que no lo hacía de buena forma, pues ellos me ignoraban por completo.

-Actúas así por envidia -concluían-. Probablemente seas tú el que no tiene coherencia.

-Por supuesto que no la tengo -me defendía-. Nunca he pretendido tenerla.



II.

Miento.

Muy de vez en cuando, miento.

Y cuando lo hago, confieso, suelo ser más coherente que cuando hablo con honestidad.

Por eso, supongo, es que suelo rehuir la coherencia.

Quienes se percatan de esto, sin embargo, suelen percatarse al mismo tiempo, de otras cosas.

Y no se sorprenden, entonces, cuando mis palabras se cortan abruptamente como si dejasen algo pendiente.

Así, simplemente, miran a los ojos y dejan de escuchar las palabras.

O recuerdan la mirada.

Como acaba de suceder, acá.

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