martes, 26 de diciembre de 2023

Un cuadro.


Encuentro en una tienda de antigüedades un cuadro extraño. Pequeño. Un óleo pintado con bastante buena técnica y que muestra a una paloma que está leyendo -u observando más bien-, el contenido de un pequeño papel que está extendido, recién desenrollado, junto a sus patas.

La paloma también tiene un una de sus patas una especie de carcaj en el que, deduzco, estaba antes aquel mensaje, y se trata por lo tanto de una paloma adiestrada para llevarlos de un lado a otro. Una paloma mensajera, digamos.

-¿Sabe algo de ese cuadro? -le pregunto al vendedor.

-¿Cuál cuadro? -me pregunta, a su vez.

Yo se lo indico.

El hombre va hasta su escritorio, toma un cuadernillo y empieza a buscar en él. Luego de unos segundos me dice con un tono seco:

-Treinta y cinco mil -me dice-. Valía cincuenta, pero se lo dejo en treinta y cinco mil.

Tras escucharlo, intento explicarle que no quería saber el precio. Que me interesa saber algo más sobre ese cuadro. Algún dato, alguna información…

-Treinta mil -me interrumpe-. Puede quedar en treinta mil. Solo el marco probablemente pueda costar eso.

-¿Sabe algo de la pintura? -vuelvo a decirle ahora, con un tono más duro-. ¿Fecha, autor, título?, algún dato…

-Veinticinco mil, pero sin boleta -me dice ahora-. Ya se sabe que al final los impuestos no benefician a nadie.

Tras esto, observo al vendedor un momento, fijamente, y comprendo que no va a decirme nada en lo absoluto.

Por lo mismo dejo de insistir.

Me acercó al cuadro y me fijo en él. En los trazos. En la suma de grises y tonos marrones que componen la pintura.

-¿Veinte mil? -me pregunta ahora el vendedor-. ¿Piensa que veinte mil es un precio adecuado?

-¿Adecuado a qué? -le devuelvo la pregunta.

Él no contesta.

-¿Quince mil entonces? -dice ahora.

-Mil -le respondo, simplemente por joder.

Sorprendentemente, cuando em aprestaba a dejar el lugar, el vendedor anuncia que acepta mi precio.

Todavía extrañado, em acerco hasta él y le entrego dos monedas de quinientos, que llevaba en los bolsillos.

Él descuelga el cuadro, lo mete en una bolsa de papel y me lo entrega, sin mirarme.

-Él hombre no es una isla -dice entonces el vendedor.

-¿Perdón…? -le digo.

-Ese es el nombre del cuadro -contesta.

Luego se voltea y se pone a hacer otras cosas.

Yo, ahora un poco más tranquilo, tomo la bolsa del papel, con el cuadro, y me alejo del lugar.

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