viernes, 2 de junio de 2023

La secretaria.


A los cuarenta y nueve años, luego de ganar una buena suma de dinero por la publicación de su segunda novela, C. contrató una secretaria para que tomara notas de sus ideas, transcribiera sus escritos y organizara su agenda.

Respecto a las ideas que la secretaria debía anotar, lo cierto es que no fueron muchas. O casi ninguna, más bien. Según explicaría luego C., esto ocurrió porque se avergonzaba de dictarlas sin antes haberlas pensado largamente, y ocurrió entonces que él mismo fue desechándolas.

Por otro lado, C. también revisó los escritos que quería fuesen transcritos, varias veces antes de entregárselos a su secretaria. Por lo mismo, él mismo fue corrigiendo y en ocasiones transcribiendo lo que quería rescatar de ellos. Por lo mismo, la secretaria transcribió una porción menor de ellos. Menos de veinte páginas, como cuenta C. en una de sus cartas. Pero lo hizo bien, al fin y al cabo.

Lo de organizar su agenda, por otro lado, ya desde un inicio se sabía que sería poco productivo. Y es que C., ciertamente, apenas se reunía con gente o salía de casa. Por lo mismo, en la agenda se anotaron cosas más bien triviales, como las horas de comida, trabajo y lectura, que eran las acciones que C. realizaba a diario. De todas formas, la secretaría logró agendar una reunión de C. con su editor, otra con su ex esposa y unas cuántas con el doctor H., quien fue el que le diagnosticó el cáncer al estómago que ocasionaría su muerte, tres años después.

Apenas supo del cáncer, por cierto, C. decidió cambiar drásticamente algunas cosas. Entre ellas, propuso matrimonio a su secretaria, quien aceptó luego de al menos seis intentos. Aparentemente, se llevaron bien durante el tiempo en que estuvieron casados. Un año y dos meses, para ser exactos. No quisieron tener hijos. C., por supuesto, murió sin intentar siquiera, escribir su tercera novela.

Otto Wingarden, quien contrajo matrimonio tiempo después con esa misma secretaria, es quien refiere todo esto.

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